Horacio Convertini, escritor y periodista, fue director de la sección policiales del diario Clarín. Sus cuentos recibieron premios en España y Argentina, entre ellos: el Cosecha Eñe, el Adolfo Bioy Casares o el Tierra de Monegros. 

El Aleph de Doyle es uno de los 13 cuentos de “Aguante” (editorial Notanpuan). Y acaba de sacar la novela “Los que duermen en el polvo" (Alfaguara).

El Aleph de Doyle

Primero, el rugido de la hidra que habitaba en las tribunas y que Doyle, en el fondo, temía. Dos o tres segundos después –dos o tres gotas de eternidad exasperante–, el pitazo del árbitro, un trino que confirmó la sospecha.

Penal.
Penal, entonces.

Sintió que todos los ojos del estadio –y la hidra tenía miles– lo acribillaban.
Las manos le comenzaron a transpirar.
Doyle pensaba demasiado y eso, en su oficio, representaba una rareza, una amenaza o ambas cosas a la vez. Desde que en una entrevista había opinado que el segundo gol de Maradona a los ingleses era el Aleph del fútbol, se había vuelto el niño mimado de la prensa y los periodistas insistían en ponerlo de ejemplo de lo que debía ser un jugador. Hablaban de él como “el Borges de la pelota” o “el nuevo Valdano”, lo que secretamente lo enorgullecía.
Una mañana, antes de empezar el entrenamiento, Garber –el asesino que jugaba de seis y que tenía especial inclinación por las rodillas rivales– le preguntó qué mierda era un Aleph. Y Doyle, dejándose ganar por la vanidad, le habló como se le habla a un hijo cuando se le explica que la luna no es de queso.
—El punto del espacio que contiene todos los puntos. Dicho de otra manera, en ese gol habita el fútbol entero, el ya jugado y el por jugar. Lo ves y viste todo.
Garber se tapó una fosa nasal, volcó rápidamente la cabeza hacia su derecha y soltó un moco denso, que salió como disparado por un rifle de aire comprimido.
—Un golazo, sí, un golazo... —dijo mientras se repasaba la nariz con la mano
—. ¿Tantas palabras raras por un golazo? ¡Por qué no te vas a cagar, pelotudo!

Aquella reacción del número seis definía mejor que cualquier otra cosa la encrucijada en la que Doyle se había metido. El deslumbramiento de los periodistas era inversamente proporcional a la confianza que sus compañeros sentían por él. La literatura y la reflexión jamás pisaban un vestuario, eran sinónimos de debilidad, de amariconamiento. Pierna fuerte, corazón caliente, cerebro vacío. El fútbol, para los futbolistas, no era más que eso, lo que de por sí ya les resultaba demasiado.
Doyle, para colmo, se reprochaba haber insinuado públicamente un refinamiento intelectual que en verdad no tenía. Leía a Borges porque sospechaba que tantos no se podían equivocar, pero en verdad prefería lecturas más sencillas
porque las paradojas lo fastidiaban un poco. Le gustaba mostrarse siempre con un libro en la mano y últimamente andaba con uno ancho y de tapa dura de un autor inglés al que no conocía, pero que había comprado porque el título, "Los pilares de
la Tierra", le había impresionado. La impostura le reportaba algunos beneficios: los periodistas le perdonaban las defecciones en su juego y solían invitarlo a cuanto programa de análisis hubiera en televisión, fascinados por su decir prolijo y las dos
o tres citas célebres que usaba como fuegos de artificio. Además, le abría una puerta al futuro: cuando se retirara, nada de probar suerte con la dirección técnica; se convertiría en comentarista de ESPN y escribiría columnas para algún diario importante.

Penal.
Penal, entonces.

El rugido de la hidra se convirtió en un rumor uniforme, como el de una motosierra. Al menos, así sonaba a los oídos de Doyle, paralizado en el medio de la cancha, su lugar de siempre, esa tierra larga en donde podía desplazarse en puntas de pie y arriesgarse a la belleza sin que el costo fuera tan grave porque estaba a igual distancia del dolor que de la alegría.
Muchos decían que jugaba con el mismo garbo con el que hablaba, pero Doyle se preguntaba por cuánto tiempo más la hojarasca de palabras bonitas ocultaría la realidad de su falta de compromiso y de su dudosa eficiencia, la vacuidad que sus compañeros ya habían advertido.

Sintió un martillazo en el hombro. Garber.
—Andá y matalo. Esta vez, nada de boludeces, ¿me oís? ¡Matalo, la concha de tu madre!

La lluvia de saliva y la puteada lo despabilaron. El encargado de los penales era él: el técnico lo había elegido por su serenidad y sangre fría, y también –desde ya– porque demostraba una razonable precisión en la pegada, sobre todo en los entrenamientos. Faltaban dos minutos y se definía el campeonato. Era el penal más trascendente de la historia del equipo. Garber lo empujó hacia delante. Doyle trastabilló y tuvo que hacer una extraña contorsión en el aire para reconvertir el movimiento vacilante en un trote ágil hacia el área enemiga. Cuarenta metros pensando “que me trague la tierra”, “que el mundo se parta en dos”, “que el árbitro se arrepienta”, “que me muera de un infarto acá, ahora, y que me velen como a un mártir”.

La responsabilidad de patear penales jamás lo había atormentado, por dos razones: una, a su equipo le cobraban pocos, por lo que se trataba de una tarea infrecuente; dos, el ejecutante cuenta con una ventaja abrumadora sobre el arquero porque el 87,3 por ciento de los penales termina en gol. Así lo establecía el estudio de un matemático de la Universidad de Humberside que Doyle había leído por Internet. Pero esa tarde, en el momento crucial de su vida, se le vino a la mente un recuerdo inquietante: el del último y lejano penal que había pateado, aquel de la insultante referencia de Garber.

Como siempre estaba lejos del arco adversario, Doyle no tenía muchos goles en su carrera, únicamente los de penal. Goles, entendía él, demasiado rudimentarios. En las horas tortuosas de autocrítica, se decía que eran tan indignos como un fusilamiento y tenía que reprimirse para no pedirle perdón al arquero vencido. Fue así que, en la tarde del último y lejano penal, pensó en el
Aleph de Maradona, evocó sus resonancias metafísicas e históricas, y probó patear como nadie lo hacía, cruzando su pierna hábil, la derecha, por detrás de la izquierda, un arabesco que en las prácticas le salía bastante bien. Lo peor no fue que tropezó y terminó con la cara hundida en el pasto. Lo peor fue que el tirito mordido rodó mansamente a las manos del arquero, que se le cagó de risa. Ganaron igual y la prensa (siempre tan generosa) destacó su gesto de audacia, pero Garber estuvo a poco de ahorcarlo en las duchas.

Penal.
Penal entonces.

Se agachó, tomó la pelota, la miró como si fuera una bola de cristal. Buscó en los reflejos del cuero plastificado una señal tranquilizadora. La hidra movía sus cabezas como si las meciera el viento, el rugido ahora contenido en las gargantas a la espera de que él mismo lo liberara. Sus compañeros armaron un semicírculo en torno a la medialuna del área, y se vio acorralado por los mismos brazos que habrían de abrazarlo si todo salía bien. Se agachó de nuevo para acomodar la pelota en el punto del penal con la mirada de Garber taladrándole la nuca. Aplastó de un pisotón una mata de pasto que sobresalía. Sintió un confuso malestar que atribuyó a los nervios. Cerró los ojos, los abrió y, lo que a primera vista había sido a visión brumosa de algo inexplicable, tomó forma tras otros dos parpadeos.

Vio millones de jugadas deleitables o atroces, todas en simultáneo y sin superponerse. Vio a cuatro esclavos zapotecas de Dani Baá recrear con un balón el ritual de la lucha a muerte contra los dioses del inframundo para salvar sus vidas. Vio en el espejo de los ojos horrorizados de Ademir Morais, el último de los cien mil brasileños en entrar al Maracaná en la final del Mundial de 1950, el gol definitivo del uruguayo Gighia, y percibió que en el alma de ese pobre diablo crecía el desconsuelo que lo habría de empujar al suicidio esa misma noche. Vio rodar una vejiga de cerdo rellena de heno por la campiña de la Baja Normandía, muy cerca de Caen, manchada con la sangre de un chico de 14 años. Vio al inglés Butcher resoplar como un toro detrás del demonio azul de la camiseta diez justo en el instante en que lo va a perder de manera irremediable. Vio a Mussolini y a Videla celebrando sus goles de la muerte, vio patear cráneos y bolas de papel engomado, vio la pelota de su infancia aplastada por la rueda de un camión. Vio canchas de tierra reseca, de adoquines, de césped afelpado, vio la arena del calcio florentino y el polvo levantado por las sandalias de un soldado chino de la Dinastía Han. Vio un arco hecho con bollos de ropa en un barrio de Buenos Aires
y otro con la rueda de un molino en un prado de Ashbourne. Vio lágrimas y gotas de sudor y un fémur que atraviesa la carne y un corazón que desfallece y una garganta que se desgarra en el grito más sublime, más feliz, más doloroso. Tuvo vértigo y lloró ante el inconcebible universo.

El árbitro le gritó al oído que se apurara y lo amenazó con una tarjeta amarilla. Doyle colocó la pelota en el punto del penal, respiró hondo, se alejó trece pasos. Sintió infinita veneración por el sabio ciego e infinita lástima por sí mismo. Giró la cabeza y se topó con la mirada vigilante de Garber. Sólo pudo resistirla un segundo. Aunque supo enseguida que ninguna superstición le serviría, se persignó para que los demás vieran que no era el único responsable. Escuchó el silbato del árbitro dando la orden y el fuelle de su respiración. Hizo un zapateo corto en el lugar y arrancó. Trece pasos más allá lo esperaba el silencio. Acababa
de verlo en el círculo de cal.