El discurso de Sergio Tomás Massa no ha inoculado la violencia en las mentes de los sujetos que en estos días de furia golpean a presuntos delincuentes. Esa tórrida violencia contra el semejante habita en la condición humana; es vieja y obstinada y tal vez todos los esfuerzos de la educación, los denuedos de las religiones, los empeños de los forjadores de cultura, no hagan sino atemperar sus efectos, desviar apenas sus propósitos hacia fines socialmente tolerables, pero nunca llegan a extinguir su llama brutal. Tan poco hace falta para reavivar el odio contra el semejante, promover su desenfreno, llorar sus consecuencias.

El odio y el miedo son primordiales. Los mejores observadores de la condición humana han sabido ver que, sobre el telón de fondo del desamparo original, una tensión amenazante ante la presencia del otro se erige como uno de los sentimientos primitivos de nuestra especie frente a quien es percibido como un rival. Esa rivalidad –que se consume en una expectativa de pánico- no encuentra otra salida que la exclusión “él o yo”, salvo que actúe un orden que tercie y pacifique esa relación mostrando que no hay un único lugar que debamos disputar a muerte con el otro. Pero ese valioso avance cultural no elimina aquella estructura primordial que palpita en cada ser humano, preparada para desatarse ante leves incentivos. Si uno convoca esos monstruos, lo seguirán, pero habrá que hacerse cargo también de los destrozos.

¿En qué ha tenido éxito Sergio Massa, un éxito que lo debería intimar a responder por los trágicos linchamientos? En haber cristalizado y dado coherencia discursiva a la enmarañada madeja de miedos y de odios raciales y de clase de la que somos capaces también los argentinos, en haber puesto en forma hallando una rápida y fácil expresión simbólica  a las frustraciones y las angustias de muchos ofreciéndoles una causa: el delincuente, un estereotipo muy preciso de delincuente.

A partir de su vehemente campaña contra el anteproyecto de reforma del Código Penal –que comenzó el primero de marzo, minutos después de que Cristina Fernández anunciara su presentación parlamentaria en la apertura de sesiones- ha construido por lo menos tres situaciones que cobraron vida propia, cuyas consecuencias comenzamos a padecer y sus derivaciones no podemos predecir: 1) en la Argentina reina la impunidad; 2) el Estado está ausente frente a la “inseguridad”; 3) la causa de estas desgracias es algo que difusamente se denomina “garantismo” y tiene un padre que se llama Eugenio Raúl Zaffaroni, el ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (se acentúa su acercamiento al gobierno nacional), que no tiene ni ha tenido otra obsesión en su carrera judicial que disculpar a los delincuentes y dejar inermes a los “vecinos”.

Estas desgracias -se ha encargado de asegurarlo a todo trapo- van a crecer monstruosamente si el anteproyecto se trata en el Congreso, por lo que es preciso hacer algo y ahora. El componente de urgencia es importantísimo. Encendió la llama del miedo con una imagen desesperante: “17 mil delincuentes van a salir a la calle”. Imaginemos por un momento esta escena: las puertas de las cárceles se abren y las bestias negras salen enardecidas. Todos sabemos que en un momento estarán entre nosotros. “¡Perded toda esperanza!” –grita el nuevo Dante bajo el pórtico del Infierno. Rápido, hagamos algo, lo que sea, pero ya. Este es el clima. Son los delincuentes o nosotros. “¡Y no me vengan con versos de la teoría de derecho!” -escribió Massa en un tweet el 2 de marzo.

En su difundidísima campaña por la negativa al Código Penal, “explica” su disidencia: repite catorce veces que el proyecto es un premio para los delincuentes. “El nuevo código es un premio para los asesinos, violadores…”. Catorce. Mil. Un millón de repeticiones generosamente repetidas por los medios de comunicación hegemónicos. “Para el nuevo código penal que nos quieren imponer, da lo mismo afanar, violar o torturar, una o diez veces” –alerta en otro tweet el mismo día-. Diariamente anuncia el caos (pero el anuncio es a la vez su promoción, su creación).

No es un discurso que progrese en el plano de las argumentaciones; no se trata de saber de dónde sale el número 17 mil –su impacto emocional es lo que cuenta-; no es del caso saber por qué si reina la impunidad, la cifra de detenidos creció más del 100 % desde 1997 (en aquel año había 29.690 presos; en 2012, 62.263 –cf. informe del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (http://www.jus.gob.ar/areas-tematicas/estadisticas-de-politica- criminal/mapa.aspx); no importa comprobar que la tasa de homicidios dolosos experimentó un sustantivo descenso desde sus picos en 1992 y 1997 (cf, mismo informe); no es relevante cotejar que el presupuesto nacional en seguridad aumentó desde 2002 un 753 %, si lo que se pretende postular es la indefensión, la ausencia del Estado (“El alarmante desasosiego de una sociedad vulnerable” –arrima al fuego, como siempre, La Nación).

Lo que ha logrado instalar Sergio Massa es la existencia de una situación de caos, la inminencia de un peligro devastador ante la figura de un delincuente que asecha nuestro desamparo. La palabra “hartazgo” –repetida mil veces por segundo para hablar del humor de “la gente”- prepara el clima de excepción para soluciones excepcionales. “El que las hace las paga” va entonces a machacar el hombre de Tigre. La frase breve y dura es un puño sobre las cabezas calientes, un designio, una propuesta, una invitación a pasar a la acción.

Cualquier argumentación –del orden de las expuestas en el párrafo ante último-, choca contra un muro. “Claro, si estamos en el mejor de los mundos… A vos porque no te mataron un hijo ni te violaron a tu mujer… Vos porque defendés a los delincuentes”.

Ese es el lugar de enunciación de Sergio Massa: plantear su estrategia criminal no articulando una representación política de las víctimas de ciertos delitos, interponiendo un orden que medie impidiendo la venganza, sino hablando como si fuera una de ellas, con los temores, los odios y la sed de revancha que es comprensible hallar en quien ha vivido la tragedia de perder un ser querido. Sería exigente esperar de esos familiares otra reacción emocional (lo que enaltece aún más a aquellos que convirtieron su dolor insondable en una búsqueda institucional de justicia). Lo inaceptable, lo peligroso es que clame en esos términos  quien ocupa una banca como diputado y aspire a la presidencia de la República.

Es nítida la cuerda que enlaza la máxima “El que las hace las paga” con su tolerante comentario sobre los linchamientos: “los vecinos lo hacen porque hay un Estado ausente” (La Nación, 31 de marzo de 2014). Este procedimiento de enaltecimiento de la voluntad de la víctima de un delito y la pregonada indefensión de la “gente” por el retiro del Estado (“ellos o nosotros”), ha derivado inexorablemente en el clima vengativo de estos días de furia.

Ignoramos si la carta de Lorena Mónica Torres -la madre de David Moreira, el muchacho de 19 años pateado hasta la muerte en Rosario por un grupo de “vecinos hartos de la impunidad”, que inició esta infausta serie violenta-, llegó a la conciencia ética de Sergio Massa y lo movió a reflexión. Ignoramos si tal conciencia existe. Lo que es seguro es que los monstruos que despertó su arenga sienten el amparo de su justificación y tardarán en apaciguarse.