El arte de las categorías mediáticas no permite decir que el “grupo de vecinos” que mató a un “ladrón” sea un grupo de asesinos que mató a una persona. Las categorías están para construir sentido. Así el consabido “la gente” que va a trabajar es molestada por “piqueteros” que cortan la calle. Pero si conviene, los piqueteros serán “trabajadores que reclaman por sus derechos”. También tenemos la vieja, feroz y recordada categorización de Crónica cuando anunció que habían muerto “dos personas y un boliviano”.

 

¿Cuándo un vecino decide que dejará de serlo para convertirse en asesino? Quizá nunca, porque nadie lo nombrará con esa palabra. Porque ningún medio quiere enemistarse con sus lectores o consumidores tildándolos de asesinos, que es tan feo sobre todo cuando es verdad. En ese punto a su público asesino los medios le garantizan que siempre será parte de “la gente”. Como el Ingeniero Santos, caso arquetípico que la perversidad mediática llamó “justiciero” o “ingeniero”.

 

El odio es un factor imprescindible para que ocurran estos ataques orgiásticos hacia personas indefensas. Porque de eso se trata linchar: lastimar entre muchos –y disfrutando- a uno solo que no puede defenderse. Si no tenemos esas condiciones, se llamaría lucha, pelea, tiroteo, pero no linchamiento.

 

Para pelearse, o defenderse, y supongo que hasta en el caso en que esto ocurra a los balazos, no hace falta odiar al oponente. La persona reacciona y acciona con violencia frente a otra violencia. Hay algo de afuera que provoca la reacción, que podríamos decir, no necesita más emoción que el miedo físico. Lo diferente en el linchamiento es que no hay nada afuera, la víctima está desarmada, tirado ahí ya no me hace nada (quizá me hizo) pero el linchador necesita sus propias fantasías para reaccionar: y el odio es lo que mejor funciona.

 

El odio y qué más. Porque realmente cuesta creer que el linchador cuando está cometiendo su crimen esté pensando en el robo de una cartera. Ahí hay otras cosas mucho más oscuras que lo mueven.

 

Y uno sigue haciéndose preguntas. La acusación de la carroña opositora “la falta de la presencia del Estado” es una psicopateada difícil de descartar. Ellos la usan en un sentido envenenado (si el Estado no mata a los pibes chorros, los tiene que matar el buen vecino), pero uno se pregunta qué se hizo mal, o que se dejó de hacer, o que se debió hacer en estos años para que los linchamientos no ocurrieran.

 

Quizá no se supo parar el odio que circula por los medios de manera libérrima, el nivel de agresividad que se puede ver, leer y escuchar desde hace tiempo quizá haya preparado a los linchadores para su momento estelar. Acá van apenas tres ejemplos de los cientos que se pueden leer en Clarín Digital cualquier día. En este caso fue cuando la presidenta anunció la creación de nuevos parques industriales y en algún tramo declaró que se sentía la madre del país. Un tal Sebas Burton escribió muy festivo “esta mina está cada dia más colifata miren los bolivianos inmundos de la foto por favor hay que matarlos por feos que h d p jajajajajaaj”. Nelson Dettoni señalaba a alguien de la foto “el del flequillo que cara de bolita bolu... digno de tal madre”. Y un tal Daniel Real se preguntaba “Entonces soy un...mal nacido H de P ?????” Y la bestialidad de los medios donde esta gente publica sus opiniones no es menor, es apenas más elíptica.

 

El racismo, el machismo, la violencia, el desprecio, el odio, el egoísmo, la crueldad… uno podría decir que todo lo que es considerado un disvalor para cualquier sociedad está en cada uno de estos comentarios como en un aleph de la miseria humana.

 

Cuánta es la distancia del dicho al hecho. No lo sabemos, pero sostener que no existe ninguna conexión es tan falso como asegurar que los medios tienen la culpa de todo.

 

La demanda de un Estado que se haga respetar, de autoridades que impongan su peso institucional para evitar “este desmadre” parece un chiste cuando los mismos que gritan esa demanda son los primeros en rechazar con indignación la autoridad de las instituciones. Son los que pedían colgar a la yegua en la plaza cuando salieron a cacerolear.

 

En las canchas de fútbol se castigan las expresiones violentas y discriminatorias. Una normativa que no parece querer trasladarse a otros ámbitos donde la libertad de expresión está más allá de cualquier otro valor a cuidar. Hasta la apología de un delito puede leerse en forma de editoriales. Entonces parece que el control sólo se ejerce sobre la clase baja, o lo que se considera clase baja y de bajo nivel cultural. Esa es la gente que no puede ser racista cuando va a la cancha, ellos no opinan en los comentarios digitales, ellos no son periodistas, no escriben editoriales, no son movileros, ni son panelistas en los programas donde la opinión a la marchanta es la materia prima de la información. El pobre está censurado “naturalmente” porque no tiene la plata para comprarse un medio de comunicación y además es considerado convenientemente bruto como para darle un empleo allí. El pobre no habla en la esfera pública y esa no es su peor desgracia, sino que es la clase media la que habla por él. Ya sea para defenestrarlo, o para comprenderlo. Y no sé cuál de las dos variantes sea la peor.

 

Pero no se puede afirmar que con estas cosas vislumbremos una explicación del porqué de esta violencia. Los linchamientos nos acercan a las peores manifestaciones de la sociedad. Nos acercan a eso que solemos ver con total extrañeza en los EEUU, cuando un tipo toma un arma y mata a unos cuantos sin saber quiénes son. Cada sociedad parece crear sus propios fantasmas y sus formas irracionales y originales de enfrentarlos.

 

El linchamiento que nunca se ejerce contra un sujeto de mayor estatus social que los linchadores, por más delincuente y por más daño que le haga al conjunto, es una manera de expresarnos. Por eso preocupa, duele, entristece. Porque dice sobre nosotros cosas que nunca querríamos haber sabido.

 

Hoy La Nación publica una nota sobre el portero que protegió a un ladrón y evitó que “los vecinos” de Palermo lo mataran en otro de estos linchamientos. Así empieza La Nación “El portero que el sábado pasado redujo a un ladrón y lo cubrió de sufrir una golpiza aún mayor en el barrio de Palermo se mostró convencido de que hizo lo correcto.” “Se mostró convencido de que hizo lo correcto” dice el redactor que no firma su escrito, ni dice qué es lo que a él le parece correcto. La nota está cerrada a los comentarios de los lectores.

 

No pasa lo mismo en otra nota del mismo diario donde hoy aparece la madre del chico muerto en el linchamiento diciendo que quienes mataron a su hijo más que personas parecían animales. Ahí La Nación dejó abierta la puerta a sus lectores comentaristas, vecinos como Tito_de_Boedo que publicó “Señora: El único animal era su hijo. Y bien muerto está. Basta de piedad para con los delincuentes.” Y cientos de vecinos más que piensan parecido.