Cualquiera sabe que está prohibido matar, robar, violar, torturar etc. Que si lo hace, por gusto o pulsión espiritual y lo agarran, va preso. Si no lo agarran, no. Es una suerte el comportamiento de la condición humana que permite que haya menos asesinos que víctimas, y  menos criminales que los que cometen crímenes. Aunque se nos quiera hacer creer lo contrario y esa creencia prospere.

Pocos, de tantos que hoy hablan del Código Penal, conocen un código o un penal. Y menos conocen o han leído el vasto, intrincado, técnico, abrumador, puntilloso y específico (y tedioso) texto jurídico contenido en un encuadernado de páginas cuya lectura es, más que ardua, inabordable. Sobre todo para activistas del Bien que ni siquiera se afanan en leer el prospecto completo adjunto a un artefacto electrónico y que , en su mayor parte, se niegan a la lectura de un libro de cien o doscientas páginas por falta de interés o de tiempo ya que mirar televisión es más simple y más rápido. Así como lo es escuchar el derrame oral de tanto charlatán público que se aprovecha de la comodidad del oyente y le resuelve el problema personal de tener que pensar por si mismo.  

Para ese público ignorante y presuntuoso (se compone de todos los oficios y géneros) que hoy palabrea entre si sobre si al asaltante hay que amputarle las manos o las dos, al violador los testículos y la parte del cerebro que elabora la libido, y al secuestrador empalarlo al estilo Transilvania, un código penal es ciertamente un intríngulis o un jeroglífico al que, sin embargo, cree descifrar sin entender un ápice del idioma y los signos en que está escrito. Y no solamente que esos muchos no han leído el viejo Código Penal; tampoco han leído el nuevo, ya que éste todavía está nonato aunque manoseado y malversado como si  estuviese en vigencia y ejercicio.

La fantasía oscurantista de que, en nombre del Estado,  juristas y expertos en derecho  se reúnan y se empeñen en un plan legal para abatir la más básica idea de Justicia premiando al delito en lugar de juzgarlo y condenarlo, es tan descabellada como estúpida. Es como suponer que una junta médica científica se reúne a estudiar un nuevo paradigma de cómo enfermar a los sanos y no curar  a los enfermos o que los más grandes pedagogos tengan como objetivo graduar con sobresaliente a los más analfabetos. Pero una gran parte de la sociedad asume esa estupidez como válida instigada por ese cotorreo audiovisual que cunde junto a las demagogias blumberianas de políticos poliubicuos, y le da cuerda. Así la empacha de irrazonable sed de venganza mal envasada en un supuesto afán salomónico.

Se está convirtiendo a las víctimas en justicieras arrogantes, y aprovechándose de su vulnerabilidad las explotan escénica y culturalmente. Y más cuando éstas son desvalidas, ya que se las usa en dramaturgias de desconsuelo y como entretenimiento plañidero para televisión incitándolas a relatar una y otra vez escabrosidades autoreferenciales que dan espectáculo. Es que la infelicidad del doliente es invencible. Supera en poder de contagio a la felicidad.  Entonces el usufructúo mediático y político es tentador y da réditos. Si se me preguntase acerca del Código Penal no diría ni debería decir nada. Diría no sé, con la cabeza. Es difícil opinar sobre un culpable basándonos en la opinión de las opiniones que se van entretejiendo y acaban sujetándonos a ese tejido de versiones, probabilidades, conjeturas y patrañas. Y al que por estimulación, o intencionadamente, muchos adhieren enardecidos al cadalso excluyéndose con candor del hipotético riesgo.

Para concluir citemos a Mauricio Macri cuando dice “Solo tres de cada mil que cometen delitos van a la cárcel”. Piénsese que la población carcelaria del país se estimaba hasta hace un año en 60.000 reclusos. Ah, ¡Eureka! entonces habría 1.800.000 delincuentes libres.  Un abuso a la marchanta de la estadística. No vale aquí ningún chiste obvio macrista. Ni massista ni manodurista. Sé que la astronomía es para los astrónomos; y la espístemología para los epistemólogos, y que el Código Penal no es para vengadores. Ni ignorantes.   

Pero si el tribunal del patíbulo junta votos, éstos serán cada vez más feroces.