No hay nada peor que la impunidad
El acceso a la justicia es uno de los tantos derechos civiles elementales que tenemos los ciudadanos en una democracia. Lamentablemente hoy en Argentina son muchas las víctimas de las injusticias producto de un sistema judicial-policial que garantiza la impunidad de los responsables de una variada gama de crímenes. Esto se aprecia a cotidiano. Pero hay dos casos –bien diferentes entre sí- en donde es muy evidente la forma en la que los victimarios sortean sin dificultad las investigaciones que debieron haberlos descubierto, juzgado y condenado, mientras que las víctimas terminan siendo doblemente victimizadas por la inacción del aparato estatal ineficiente y corrupto.
El primero es el crimen de Candela Sol Rodríguez, ocurrido en agosto de 2011 en medio de una híper mediatización sólo superada por la que sobrevino luego del asesinato de Angeles Rawson. Claro que con implicancias bien distintas. A diferencia de Angeles –cuyo cadáver apareció tempranamente y la hipótesis criminal rápidamente se centró en una situación intradomiciliaria, propia de la aberración sicopática del supuesto asesino, ya procesado y detenido-, a Candela la mantuvieron cautiva luego de secuestrarla en extrañas circunstancias y la mataron nueve días después arrojando su cadáver en una bolsa de basura, a pocos metros de la autopista del Oeste. Luego de una pésima investigación judicial que llegó a detener una decena de personas inocentes solo para demostrar una eficiencia mentirosa –a las que debió liberar por evidente falta de mérito- el homicidio de la nena aún continúa impune. Lo peor es que, a pesar de las evidencias surgidas de la propia causa judicial, nunca se investigó la siniestra trama que vinculaba este crimen con las narcomafias del partido bonaerense de San Martín. Esa pista conducía a una banda que, con protección de la todavía maldita bonaerense, habrían ajustado cuentas con la familia de la nena (ligada a diversas actividades ilícitas) secuestrándola primero y matándola días después, no porque fuera parte del plan de apriete, sino a causa de la presión mediática y política que provocó el hecho. Estos no son delirios de un trasnochado. Una comisión integrada por senadores provinciales realizó un informe, cuyo dictamen final tiene la firma del vice gobernador, en el que se describen hechos que apuntalan sin lugar a dudas esta hipótesis.
En el otro caso también hay víctimas. Tres fatales y otra que estuvo a punto de morir, pero zafó a pesar de los ocho balazos que le descerrajó a quemarropas un grupo de policías federales sin uniforme que se trasladaban en un vehículo robado al momento de producirse el episodio conocido mediáticamente como La masacre de Pompeya. Ocurrió en enero de 2005. Los tres muertos eran integrantes de una familia a la que Fernando Carrera, un vendedor de cubiertas para auto, atropelló en estado de inconciencia después de que integrantes de la Brigada de la Comisaría 34 en un Peugeot 504 sustraído ilegalmente de un operativo y sin ninguna identificación institucional, le dispararan al confundirlo con el supuesto ladrón de un banco que huía con el botón. La vergonzosa causa judicial abierta por esta desgraciada circunstancia, estuvo plagada de irregularidades que incluyeron falsos testimonios, testigos plantados, armas colocadas en la escena del crimen, todo armado por la propia policía para encubrir el grave error cometido al confundir a Carrera con el delincuente. A pesar de todo, a la cuarta víctima de esta tragedia lo condenaron a treinta años de prisión, estuvo siete años preso, fue liberado luego de que la Corte Suprema ordenara a la Cámara que confirmó su condena a revisar el fallo. Y ahora lo vuelven a condenar por el mismo delito, pero por la mitad de la pena otorgada en primera instancia, con lo que este padre de tres hijos a quien le robaron su vida, podría volver a prisión. A lo largo de toda la sentencia los jueces invierten “la carga de la prueba”, al pretender que Fernando Carrera se vea obligado a demostrar su inocencia, en vez de la justicia probar que esta causa no fue armada para inculparlo, a pesar de las evidencias.
Como tantos otros, ambos casos continúan impunes. Mientras así sea, difícil será imaginar un país justo en el que los inocentes no sean los culpables y en el que estos personajes anacrónicos en los que se han convertido muchos jueces que todavía se hacen llamar Su Señoría por el personal de sus juzgados, no sigan desaprovechando su poder discrecional para impartir justicia garantizándole impunidad a los verdaderos responsables de nuestras tragedias.