Todos tienen una anécdota con Maradona. Los periodistas tenemos acceso a los ídolos y corremos con ventaja pero en cuanto a Diego, mi mejor encuentro con él es disfrazado de un común. Mejor, disfrazado de Papá Noel. Fue así: yo estaba parado en la vereda de uno de los boliches de los arcos del sol, en Palermo. Detrás de mí traje, le preguntaba a las pibas qué habían pedido para Navidad y si las hacía sonreír les mangaba un beso. Mis amigos me lo festejaban, la gente me gritaba cosas y alguno con un celular con cámara, se sacaba fotos conmigo. En un momento, una piba muy linda se me acercó y me preguntó que hacía así vestido, le conté y hablamos un rato largo. Es de las pocas cosas precisas que recuerdo de esa noche de diciembre de 1996  que no sea mi abrazo con Diego. Lo recuerdo porque se armó una pequeña batalla campal y con la piba nos tuvimos que refugiar detrás de unos árboles. Una amiga de ella llegó corriendo y la abrazó como en un reencuentro de novela de guerra. Vamos -le dijo- se están peleando ¿o te vas a transar a Papá Noel? Bromeó y nos miramos los tres. Recuerdo perfectamente el instante, las luces azules de un patrullero iluminando la arboleda, la amiga que da unos pasos hacia atrás, la piba que me mira fijo por entre el disfraz. Iba a sacarme la máscara y no hice a tiempo que ahí mismo me dio un beso largo entre los pelos blancos y húmedos de la barba del disfraz. La amiga festejó, la tironeó, y se perdieron entre los autos y la gente que se había juntado a ver la gresca.

La siguiente imagen que tengo de aquella noche es la de mis amigos en medio de una ronda callejera haciendo las mismas monerías con las que ganaban el centro de la escena en las pistas de baile de las fiestas. Vilmar trepado a la cintura de Pablito dando vueltas con los brazos al viento al ritmo del tu tá tu tá -¿sería?- o de alguna de los Fabulosos. Maurito engomado con una botella en la mano, gritando que era amigo de Papá Noel, que él me había traído al país antes de la navidad preocupado por la situación económica. Y que él era el niño Jesús disfrazado de otra cosa, o algo así. Haber contado tantas veces una anécdota la aggiorna con detalles que uno no sabe si en realidad sucedieron o pasaron a formar parte de la historia por el relato posterior. Sí recuerdo que tras la batalla campal que se había desatado en la calle el clima estaba áspero entre la gente y los tipos de seguridad y la policía. Lo supimos mucho tiempo después pero en los 90 el solo hecho de ser joven conllevaba un peligro. Sea en una esquina del barrio o en la puerta de un boliche, sea en Cemento, Jessy James, la Embajada o el Coyote. Había que cuidarse y no perderse de los amigos. Y esa noche me perdí y quedé solo. Justo cuando se volvieron a escuchar gritos, una turba se abría paso a los empujones y la multitud celebraba porque aquello no era una pelea de bandas. Eran una docena de fortachones abriendo las aguas de la gente que bailaba entre las veredas y el estacionamiento de los arcos del sol en Palermo. De allí salió Diego ¡Maradona sí! De Puente Mitre hacia la calle, anteojos negros, jeans y remera negra ajustada al cuerpo. Y venía hacia mí, que había quedado parado en medio de la calle, como quién queda en el claro que se arma en el pogo antes de que vuelva a explotar. Entonces abrí los brazos y me entregué en voz alta: “¡Diego! Diego, un abrazo para Papá Noel!”. Maradona se adelantó a su custodia y levantó las dos manos en un ademán exagerado como solo Diego sabe exagerar. Me apretó el cuerpo con fuerza suave y dijo al soltarse: “Devolvé la bolsa Papá Noel”. Sonrió y se lo llevaron hasta el auto que lo sacó velozmente del lugar.

Poco a poco la multitud rearmó el bailongo y mis amigos se aparecieron por entre las gentes a abrazarme. Éramos cuatro, faltaba uno. Al único que no vio esa escena dantesca e inolvidable que atesoro para mí, hubo que contársela. Maurito, que escuchó aquel primer relato en el auto cuando volvíamos de Palermo al barrio, desteñidos y sin trajes, fue quién mejor contó lo que en realidad pasó esa noche.

Sucedió un veintipico de diciembre, teníamos 19 y 20 años, era el cumpleaños de la amiga de la noviecita con la que yo salía entonces y que nos invitó a su fiesta de disfraces. Venite con amigos, me había autorizado. Aquella noche en la previa en la casa de Pablo, fui el que más se entusiasmó con ese plan. Conté con la ayuda de Vilmar, que como le gustaba la del cumpleaños, también insistió. Convencí a los otros tres de ponerse algo encima e ir. Yo sabía que tenía mi traje de Papá Noel, el que había cocido mi abuela y que en la familia usamos todavía cada Noche Buena después de las 12. Cuando me crucé a buscarlo a casa, mis viejos casi me amenazaron de muerte si no volvía con el traje que usaríamos el 24. Maurito fue hasta su casa de la otra cuadra y volvió con unas alas portátiles hechas con tela y alambre que tenía del acto de fin de año de su hermanita, que se había vestido de Campanita. Tenía una remera blanca y esas alitas, el jopo veinteañero de Marty McFly en Volver al Futuro y una sonrisa parecida. Estuvimos a punto de suspender todo porque ni Jorgito ni Pablo ni Vilmar tenían disfraz y todo lo que traía la madre de Pablo les quedaba mal. Y ninguno quería vestirse de mujer. Al final, Vilmar se puso un piloto beige tipo inspector Gadget y unas gafas negras, hasta llevaba una lupita de juguete en el bolsillo; y los otros se pintaron el pelo de verde y rojo y un pómulo de cada color. ¿De qué estaban disfrazados? Dirían que eran Gabi y Fofo pero ni Pablo ni Jorge tenían puesta la misma remera ni sombrero ni nada. Vamos así o no vamos, amenazaron. Después de comer y tomar algo, salimos. De Villa Lynch, a orillas de General Paz, hasta Pueyrredón debe haber unas 30 cuadras. Fuimos los cinco en mi Fiat 128 -amarillo claro, el ‘Pollo’ lo bautizamos-, con destino a la fiesta de disfraces. Y manejaba Papá Noel. Gritábamos boludeces sobre la Navidad en los semáforos, unos pibes se nos rieron del auto, dijeron algo de los trineos y se lo festejamos. Cosas de veinteañeros. Doblá acá, me indicó Pablito con la guía T en la mano. ¡Es acá! Y acá no había nada, ni ruido, ni música que anunciara el fiestón que me habían prometido y yo a mis amigos. Me pegué al timbre igual y al rato salió mi noviecita vestida de geisha. Nos llevó por una casa en penumbras hasta una terraza al fondo. Allí sí sonaba música y bailaban no más de diez caras: un esqueleto, un referí, una fantasma, una médica y un par de pibes más a los que nuestra presencia sorprendió. Debemos haber tomado lo que llevamos, un poco más y nos fuimos, sin antes hacer un ring raje, que era lo que siempre hacíamos de chiquitos, desde que tengo uso de razón, dejando de garpe a uno. Y esa noche le tocó a Vilmar, que como ya dije, le gustaba la del cumpleaños y se había quedado en la puerta hablando de más. Ya con los otros cuatro arriba del auto, toqué bocina y arranqué. Vi por el espejo retrovisor a mi amigo despedirse, bajar a la calle y caminar hacia el auto. Cada vez que se acercaba yo adelantaba el auto un poco más. Reiríamos como lo hacen los adolescentes en medio de la bobera de hacer correr al otro, una y otra vez. Hasta que Pablo se bajó y fue hasta una puerta a tocar con las dos manos furiosamente los timbres de una casa PH. Se subió a la carrera y arranqué. ¡No, hijos de puta!, puteó el Negro mientras corría detrás del auto. Lo hicimos transpirar casi media cuadra más hasta que se escuchó una explosión y miramos para atrás. Alguien le abrió una de las puertas traseras y Vilmar se lanzó de cabeza. ¿Fue un tiro? ¡Arrancá! No, fue un petardo, dijimos. Pasaron casi 25 años y yo todavía dudo de que haya sido solo un cuete.

Atrás quedaron la fiesta, una vereda que empezaba a llenarse de gente y persianas americanas que se abrieron a nuestro paso. El susto duró poco y enseguida en el auto surgió la idea que le dio un curso definitivo a esa noche, la noche en que abracé a Diego para siempre. Por qué decidimos ir a los arcos del sol en Palermo no lo sé, seguramente porque así disfrazados solo podíamos quedarnos del lado de afuera de los bares y boliches, además no teníamos que pagar entrada. No sé ahora pero entonces, las calles de lo que nuestros viejos llamaban ‘El Guindado’ eran casi peatonales. Fue llegar, y al rato pasó lo que pasó, bailar un rato, las grescas, la policía, el abrazo y el festejo de todos por la aparición fugaz de Maradona. No mucho más. Cuando volvimos al barrio hicimos puerta en el umbral de la casa del sastre donde parábamos siempre. Nos quedamos charlando y riendo hasta que se hizo de día. La ventana de mi casa –que estaba enfrente- se abrió y mi viejo chistó. Crucé en un trote y antes que me hablara le dije “No sabés lo que me pasó, pa”. No dejó que le contara que me miró el traje, asintió con la cabeza y todavía dormido, susurró: “Después me contás, poné a la lavar el traje cuando vengas”.