Si no te digo nada te quiero decir que estoy completamente vacío. Si estoy vacío en campaña, entonces, puedo hacer todo lo que los consultores y encuestas me pidan que haga. Por ende, que diga. Y si estoy en el gobierno y estoy completamente vacío puedo hacer todo lo que me pidan que haga. Por ende, aquellos que tengan más fuerza para condicionarme van a lograr imponerse. Ese vacío lo pagó caro el pueblo argentino porque fue llenado por los factores de poder. Al final, el vacío no es vacío. La nada no es nada, es en el mejor de los casos preferir sostener las cosas tal y como están y esa es un idea conservadora. Al final, la nada es de derecha. Decir que no se tiene ideología es empujar la sociedad a la supervivencia del más apto, de los más fuertes. Y esa es una decisión ideológica. Obvio.

La opción de la nada tiene además su techo en algo básico, y es en que las campañas duran, son largas, implican definiciones. La promesa de “no reformar la Constitución Nacional” (cuando nadie en rigor planteó una reforma) es negarse neciamente no ya a la re-relección sino a la posibilidad de rediscutir las bases y principios generales que nos ordenan como país de acuerdo a los cambios que los tiempos exigen, algo que cualquier fuerza política, de cualquier signo, debería proponerse siempre. Es válido que alguien no quiera una reelección, pero esa concepción que reduce la disputa a ese solo elemento, tiene también otro sustento: considerar que las leyes están antes que la sociedad. Y quienes creemos en las reformas, en la búsqueda de la justicia social, tenemos derecho a creer exactamente lo contrario. Que esas leyes no son tablas romanas, no se escriben en piedra, sino que son terreno de disputa. No significa esta movilidad regalar las leyes o la constitución a cada cambio de viento de la sociedad, pero sí a tener en mente que lo que se legisla tiene que estar a la altura del tiempo histórico. Esta no fue una década más. Lo saben aún quienes la odian. Y su odio, perdón, pero confirma las ganancias de esta década.

En la Argentina conviven todos del modo más democrático posible: a los gritos, a los empujones, superpuestos, y muchos otros simplemente “operando en silencio”. Las campañas electorales tienen algo de espejismo: muestran a los políticos felices, diciendo “lo que la gente quiere escuchar”, totalmente dispuestos y abiertos a los cambios. Esa es la versión edulcorada. Y los que se someten a esa disciplina, déjenme pensar, son los más peligrosos de todos. Porque luego en ese afán de “Catch all” resignan las ideas por miedo a ahuyentar a alguno, se someten a un electorado que suponen que no quiere ideologías y  reemplazan –después, en el poder- esa “sumisión” a las encuestas por la sumisión a los poderes. El puente entre una sumisión y otra es el pragmatismo, ese vacío ideológico.

El resumen atento de lo que se puso en juego por ahora en esta campaña es minar uno de los presupuestos básicos del kirchnerismo: su conflictividad (con el chiste de “argen” y “tina” de Alfonsín y Stolbizer  y los choripanes de Binner). Soslayando que mucho de “lo bueno” que se reconoce y se promete sostener se logró justamente en conflicto y tensiones, y mintiendo sobre algo esencial: no hay sociedad sin conflicto. Existe el Estado, existe la política, existen las instituciones porque se reconoce la existencia del conflicto. En la sociedad ideal del conflicto con que fantasean sobraría la política y el Estado. Y ya sabemos en concreto lo que eso significa. Pero cuando el conflicto sale a la luz y la discusión política llega hasta los asados de cualquier hijo de vecino (como sugiere el spot de los choripanes) es porque algo se puso en movimiento. Tal vez eso es la voluntad de cambio que las “buenas formas” intentan moderar.