Muy temprano del lunes 29 agosto pasado, partimos de Gaiman junto a mi hermano Edgardo y Pamela, su pareja, hacia Junín de los Andes; así, durante una decena de horas y por la ruta 25, atravesamos transversalmente buena parte de la estepa chubutense, un enorme desierto apenas habitado por el frío viento de finales de invierno.

Tras una parada técnica en la localidad chubutense de El Hoyo, por fin ingresamos al Neuquén, haciendo antes breves pero ilustrativas recorridas por El Bolsón y Bariloche, donde la cordillera de los Andes comenzó a mostrarnos su majestuosidad tras las aguas del Nahuel Huapi. Debo decir que la ciudad elegida por los estudiantes secundarios para hacer sus viajes de fin de curso no me impresionó demasiado.

Siguiendo la interminable 40 llegamos a San Martín de los Andes. Los paisajes –plural porque a cada cientos de metros cambian, se modifican– de montañas y de bosques que le sirven de entorno a la ruta y a esa localidad neuquina netamente turística, son apabullantes por su hermosura e inmensidad.

En mi primer viaje a la región andina, me sentí verdaderamente conmovido y hasta intimidado por la belleza circundante, en la que a cada instante uno quiere detenerse y caminarla, tocarla, sentir con pies, manos y todos los sentidos esa maravillosa creación de la naturaleza, como si se tratase de un sueño placentero.

El paraíso al que un ateo como yo puede aspirar…

Mi segunda gratísima impresión en San Martín la causó el lago Lácar, limitado por montañas aún nevadas y teñidas del incipiente verde de los pinares. El casco céntrico de la localidad en sí misma no es más –ni menos– que un gran shopping a cielo abierto levantado a base de madera, piedra y vidrio, que bien podría haber diseñado Walt Disney, con todo el artificio alpino (sí, alpino) que eso conlleva. Con todo y a pesar de todo, un lugar de ensueño.

Seguimos viaje y, al fin, llegamos a destino: Junín de los Andes, en la precordillera andina, donde viven Edgar y Pamela. Allí nos instalamos en la cabaña de Alejandro, cuñado de mi hermano, quien nos prestó su propia casa para instalarnos cómodamente. A nadie extrañe: los juninenses, según descubrí en pocos días, son así cuando les toca ser anfitriones.

Junín es un pueblo con todo lo bueno que este sustantivo representa: gente unida por el trabajo, la solidaridad y la camaradería como pocas veces he visto y sentido; como los Sánchez, encabezados por Lolo y Dora –suegros de mi hermano–, los mejores anfitriones que un viajero puede desear.

También puede uno entrar en contacto con el pueblo mapuche y su cultura, sus creencias vinculadas a la tierra y, sobre todo, su devoción por la increíble araucaria, cuyos piñones –según dice la leyenda– logró salvarlos de una hambruna catastrófica.

Y, encima, rodeado por suaves serranías boscosas y por el paisaje cordillerano a pocos kilómetros de distancia, hasta donde la vista alcanza.

Mención especial merece el río Chimehuín, que bordea el pueblo hacia el Este y al que no me cansé ni creo que me canse nunca de bordear en una mañana soleada. Me dicen que cualquier época es buena para tomar mate en sus orillas y que en verano, cuando las temperaturas superan los 30 grados, se convierte en arbolado balneario que chicos y grandes aprovechan al bañarse en sus cristalinas y correntosas aguas.

Desde Junín, mi hermano nos hizo conocer distintos parajes ubicados a no más de una hora en auto –en el peor de los casos–, en los que volví a solazarme con la belleza agreste y, en algunos casos, nevada del alucinante paisaje que reina en el Parque Nacional Lanin, o con el Camino de los Siete Lagos, el Valle Encantado o el cerro Chapelco, donde nos sorprendió una agradable nevisca.

Aunque no está enclavado en plena cordillera, a pesar de que en la ciudad no hay mucho que ver más que sus tranquilas calles, la Plaza San Martín, sus numeras ferias artesanales, el decepcionante Museo Municipal Mapuche (un puñado de fósiles mal presentados) y las montañas en relativa lejanía, si bien carece de un centro de esquí –como algún amante de este deporte podría pretender–, Junín de los Andes es un lugar digno de visitar y, sobre todo por sus gentes, de vivir.