Cada amanecer, cada tarde y cada noche nuevos casos criminales realimentan el incesante vocerío de la tragedia. Y como un eco inmediato se sucede el vocerío de la indignación y del reclamo de seguridad y de justicia. Basta la conmoción de un hecho para que suene como un todo magnificado.

Cuando el 1 de abril de 2004 el todavía ingeniero Blumberg convocaba a 150.000 personas frente a los tribunales, consagraba la gran liturgia: la del lamento y la reacción por la inseguridad. Su desgraciada condición de padre trágico le otorgaba una licencia excepcional, una influencia punitiva desmesurada. Desde entonces fue creciente el debate cruzado entre mano dura y garantismo. Confrontación maniquea de fácil atractivo visceral e ideológico y de donde el garantismo sale en desventaja.  Entonces prevalecen como metas que llegan al parlamento, el rigor y de la condena emotiva. El amarillismo mediático se incrementa y se convierte en una gran fuente de empleo para quienes con más temeridad que argumentos difunden noticias de crímenes con tendencia de escándalo y de fábulas sangrientas. Populares artistas de la televisión compitieron en el empeño de reclamar el fusilamiento y ahorcamiento de quienes cometieran secuestros y crímenes. Después que Susana Giménez dijera “El que mata no tiene que vivir”, Cacho Castaña dijo “Si a mi me matan a mi mujer y a mis hijos saco una Itaka y no paro de matar gente”.  Baby Echecopar  resumió, con su propia experiencia de asaltado y vengador, la tendencia de este estado de ánimo del pacifismo social violentado. Deudos o vecinos damnificados sienten la pulsión de exteriorizar con detalles morbosos su infortunio personal y al cabo de varias entrevistas ante las cámaras consiguen-sin proponérselo- un nivel de actuación que los repara narcisísticamente del duelo original.

Se hizo común tratar como súbitas “estrellas” del mal a los precoces delincuentes; esos “pibes” de vestuario rapero. Y se retrocede al prejuicio del ojo punitivo lombrosiano. Las policías ya selladas como “malditas” son paradojalmente requeridas para socorro y cada día se pide que aumente su número.   
Los medios, en su mayoría, y con entusiasmo mercantil e intencionalidad antipolítica, apoyaron y propagaron esta línea de reacción. Y se prodigan en diarios, radios y pantallas a exponer “la inseguridad” como el paroxismo de la violencia ejercida contra una sociedad desprotegida y victimizada. Vastos y surtidos coros de gente de distintas condiciones educativas y sociales adhiere a esta tendencia incontenible. Es como si el “tragedismo” fuera la centralidad de la vida pero convertido en siniestro entretenimiento. Nos inundan de testimonios de tragedias potenciadas por la sobreexaltación. Por el gemido del herido por una cuchillada. Por el lamento  del cortejo del funeral televisado. Y hasta se justifica y se alienta la espontánea sed de venganza ciudadana al modo primitivo; así como se legitima cada vez más el clima de aterramiento y de pánico que supuestamente se vive en la Argentina. Lo que no obsta para que a la par la televisión y la propia vida brinden grandes dosis de diversión y de felicidad, de nacimientos y esperanzas. Y que los mismos exegetas de la tragedia se exciten para contar la alegría exultante de un recital multitudinario o de una concentración festiva. La vida sigue andando, como canta Gardel.

Se recuerda al rabino Bergman, en medio de esta constelación dramática en aquella convocatoria en Plaza de mayo, inaugurando su carrera política. Ese día de actuación acuñó aquella rimbombante declamación retórica al cambiar las tres últimas palabras del himno nacional. En lugar de “libertad, libertad, libertad”, recitaba “seguridad, seguridad, seguridad”. Allí, sin que hubiera objeciones éticas por la ridiculización del himno, los diez  mil  asistentes y miles más en sus casas, alcanzaron el clímax. El género policial realista había encontrado su poesía y su poeta. Y la gente-nosotros- ya superada la idea de “sensación” descalificada por oficialista y para defender al gobierno,  adhería a esa “realidad” de violencia sin fin en la que cualquiera se expone como victima probable solo por salir a la calle. “Uno no sabe si vuelve a su casa a la noche”. Ni siquiera en una guerra se piensa de ese modo taxativo. Es mentira que alguien salga a la calle estrujado por la idea de que pueden matarlo. Uno sale con la idea de que a la noche en su casa va a pasarla fenómeno. La seguridad pasó a ser un ilusorio y falso bálsamo cuya demanda masiva incita a ofrecimientos idem de cámaras de vigilancia, casetas de custodia, perros que muerden la yugular y alarmas hasta en la nuca. Su exigencia hace sentir al que la exige un estado de dignidad y de pureza bíblica. Los puros contra los perversos.  La seguridad pasa a ser prioritaria. Poco importa el contexto de época de una sociedad común a tantas y menos importan las estadísticas que recortan los crímenes a proporciones estándares a los riesgos y  conflictos de la vida moderna.

Jueces, funcionarios, políticos, líderes sociales y vecinos decentes, capturados por la creciente marea de “seguridad”, se plegaron al debate. Aunque en el barullo “opinionista” nadie reparó que en cuestiones humanas la palabra inseguridad es inapropiada e insolvente; absurda e inalcanzable, y antinatural respecto de los azares de la condición humana. “Seguridad”  es una palabra capciosamente elegida. Y es una debilidad , y una decadencia racional haberla tomado y asumido como palabra lógica y sensata.
No hay seguridad en  nuestra secuencia biológica, ni certidumbre que asegure que lo incierto desaparezca. La única certeza es la incerteza. Somos un número de la lotería. No nos mintamos más. Seguridad no existe. Ni contra el tsunami ni contra la explosión nuclear. Ni contra la demencia criminal eterna como el agua y el aire. Tampoco existe seguridad contra el ataque inesperado de un bárbaro escondido detrás del bidet. O dentro mismo de nosotros, los que  la reclamamos. Y sea afuera o dentro de los muros de un country o de una fortaleza, sobran intersticios por donde se cuela lo impensable y horrendo. Por eso habría que escoger otra palabra. Que cambiara el concepto.

“Prevención” por ejemplo, como se emplea en la medicina o en el tránsito.  Resulta una palabra menos arrogante y más modestamente humana. Y no asegura que va a evitar lo imprevisible.

Insistir con el “cuco” consigue que seamos cucos uno del otro. Por eso, mejor que seguir asustándose es empezar a “desasustarse”. Porque el miedo es un arma al voleo que se vuelve contra el que lo siente. Y lo incita a votar asustado a los mismos que lo asustan.

Siempre los fabricantes de miedo se benefician con los que lo compran. Del que menos se sospecha es del miedo.