Horacio Rodríguez Larreta es un año menor que yo. Mauricio Macri tiene cinco años más que yo. Guillermo Montenegro tiene dos años más que yo.

Con un amigo decimos que la primera vez que uno sintió que su generación estaba haciendo cosas de grandes fue cuando subimos a un colectivo y descubrimos que el chofer tenía nuestra edad. A mí y a mi amigo, por lo menos a nosotros, ese primer chofer nos impresionó porque el tipo había llegado a asumir una responsabilidad pública, importante como es la seguridad y la vida de quienes van en su colectivo, ese primer chofer de colectivo nos avisó que en algún momento ya nos iba a tocar a nosotros tener responsabilidades: dejar de ser niños sociales para ser papás sociales.

Y uno con su generación tiene una pertenencia inevitable, una razón de tribu o de familia, una marca común que es el haber atravesado la historia compartiendo la misma edad. Por eso cuando pienso si Montenegro sabrá quién era el baterista de Serú Girán, y si Larreta habrá mirado Titanes en el Ring los domingos esperando la llegada de La Momia, me genera una mezcla de sensaciones que me angustian. ¿Habrá mirado Macri las películas de romanos en Sábado de SúperAcción? ¿Se acordará de cómo fumaba Ringo su cigarrito?

Pensar que algo me une con esta gente me produce una extraña tristeza. Son de mi generación y llegaron a tener puestos desde donde pueden cambiar la vida de las personas. Y así, pero sin hacerse cargo, hacen lo que hacen sin que la vergüenza los ataña ni sus conciencias los interpele. Son de mi generación y atravesaron la historia de este país junto conmigo. Es claro que lo que muchos de nosotros odiábamos de nuestros años jóvenes ellos desean recuperarlo, reeditarlo, volver a vivirlo. Es obvio que mientras nosotros le temíamos a la policía, ellos veían en las fuerzas represivas a un amigo armado en quien confiar para que te saque de encima lo que te molesta. Y sin embargo tenemos la misma edad.

Mi fantasía de venganza sería poder echarlos de mi generación. Entrar a sus casas y revisar si guardan algún disco de Almendra para quitárselos. Entrar a sus mentes y si tienen el recuerdo de los muñequitos del chocolatín Jack borrárselos. Y quitarles su anécdotas de los sea monkeys, y hacer que olviden las figuritas de chapa, y el Nutri-Super-Hijitus, y la sensación de tener en el bolsillo un yo-yo Russell. De todas maneras ellos no necesitan recordar quiénes fueron, ni qué fueron. Probablemente siempre fueron esto mismo que son hoy: tipos viejos. Viejos carcamanes con ideas de restauración del orden, de las categorías sociales cristalizadas, de la mano dura para los delincuentes (que no sean amigos de sus amigos delincuentes). Un mundo viejo y podrido donde la policía es una patota legalizada para correr a sus enemigos: los trabajadores, los enfermos, los democráticos, los que “tienen ideas”, y los débiles. Un mundo viejo y totalitario donde los derechos humanos son nada más que un argumento de “los perdedores de la guerra”. Y donde los derechos en general son apenas algunas normas que hay que saber esquivar para llevar adelante la restauración de un sistema de dueños y vasallos, patrones y empleados, poderosos y obedientes.

De mi generación salieron estos tipos. Son la muestra de que lo malo y lo viejo no siempre significa debilidad, como a veces queremos creer. Son la muestra de que no podemos bajar los brazos ni distraernos un segundo porque hoy, en el año 2013 y adentro de un hospital, se te puede aparecer todo el fascismo que creíamos superado. Fascismo explícito y sin discurso, directamente sobre los cuerpos. Adentro de un hospital y después de tantas décadas ahí están los viejos dueños de la muerte con sus nuevas armas y su voluntad asesina intacta.