Los resultados de las elecciones del 13 de agosto se pueden interpretar de múltiples, disímiles y contradictorias maneras. Por ejemplo, quien escribe podría comenzar reconociendo que no entiende nada de nada, al menos en lo que se refiere a pulsar o interpretar el estado de ánimo general: en base a esa errónea interpretación y cálculos y comparaciones diversas, había estimado que los votos de Unidad Ciudadana superarían el 40% del total. A la pregunta de ¿Por qué  Cristina habría de sacar menos votos que Daniel Scioli hace dos años?, se podría haber respondido: porque esta no era una elección presidencial y en las de medio término la gente vota distinto.

Sería un consuelo, si fuera cierto. Al menos no lo fue con claridad en la provincia de Buenos Aires, donde el Pro consiguió polarizar la elección atrayendo muchos votos de Massa, quien resultó el más golpeado de los candidatos bonaerenses.

Un variopinto Cambiemos consiguió empatar la provincia de Buenos Aires y tuvo un buen desempeño en varios distritos: ganó Entre Ríos, La Pampa y San Luis, provincias gobernadas por un también variopinto peronismo, y triunfó en Córdoba, donde es necesario hacer un enorme esfuerzo de imaginación para seguir llamando peronistas a tipos como De la Sota.

Si la amarga voz del despecho ha hecho murmurar a alguno que el cristinismo quiere destruir al peronismo o que Alberto Rodríguez Saa pagó con votos su cercanía con Cristina, no puede decirse que la peste cristinista fuera la causa de la caída de Schiaretti a manos de los radicales o que la cercanía con la ex presidenta haya perjudicado las posibilidades de Agustín Rossi, el FPV de Chubut ni, muchísimo menos, las de los jóvenes hermanos Soria en Río Negro.

En cuanto a Randazzo, su desempeño fue el esperado y su “caso”, por decirlo de alguna manera, expresa el punto de discusión que debería interesarnos en este momento. Y hacia eso iremos, luego de algún rodeo.

Buenos Aires, ciudad gringa

Para desbrozar rápidamente el camino de malezas, convendría detenernos un minuto en la ciudad de Buenos Aires, donde el contundente triunfo de Elisa Carrió revela la extraordinaria vigencia que en significativos segmentos sociales sigue teniendo el ideario de la Revolución Libertadora.

Se podrá decir que la señora Carrió está loca, que es la candidata de Clarín, que es agente del Departamento de Estado, que Macri, Vidal, Durán y hasta Barba observan aterrados la resurrección de la imprevisible mujer, pero nada de eso explica cómo es posible que pueda conseguir tantos votos, concitar tantas voluntades, con un discurso, acaso un mensaje o una pose, de por lo menos sesenta años atrás.

Nadie diría en España, por ejemplo, que la señora Carrió es “de derechas”: de acuerdo a las categorías tradicionales de izquierda-derecha, no lo es, y según se mire, tanto puede comportarse como “progresista” o conservadora, religiosa o laica, internacionalista o localista y jamás de los jamases racista en el sentido habitual del término. La señora Carrió no es autoritaria sino republicana, no es demócrata sino democrática y no desprecia al pueblo por su “raza” sino debido a su “cultura”, a su adhesión a una causa o a un líder, ya que ser democrático es pregonar el individualismo más cerril.

La señora Carrió viene a ser la reencarnación de Silvano Santander, Américo Ghioldi y Próspero Germán Fernández Albariño en un solo –si también se nos permite– cuerpo, expresión de un fenómeno de larga tradición en la historia argentina que se remonta a los Salvador María Del Carril, Florencio Varela o Bernardino Rivadavia y cuya programática y sistema de prejuicios, que oscila entre El dogma socialista de Esteban Echeverría y Facundo o Conflictos y armonías de las razas en América, parece conservarse inalterado hasta la actualidad.

Con un aire moderno y a veces hasta vanguardista, ese unitarismo libertador anda más a destiempo que quienes a 150 o 200 años de los conflictos en que se vieron envueltos, salieran hoy a las calles a vivar a Liniers o a Castelli.

Lo notable del caso de la señora Carrió no es la propia señora Carrió sino la adhesión que concita su mentalidad de placera de pueblo de segundo orden de la década del 50.

Algún analista sostiene que el resultado de estas PASO capitalinas ha significado el final político de Martín Lousteau. Fuera de que nadie es capaz de ver el futuro y que hay muchos muertos políticos que aun están vivitos y coleando, la lógica indicaría casi lo contrario: para el ideario libertador y democrático el líder ideal sería un  Lousteau y no ninguno de los posibles candidatos surgidos del Pro, mientras que a la señora Carrió la ciudad le queda chica de sisa.

El aparente fracaso político de Lousteau sólo se debió a la irrupción de Carrió en la capital, y de ambos, es ella quien prevalecerá toda vez que aporta una buena cuota de antiperonismo visceral y militante. Pero pronto se irá de la ciudad en pos de mayores ambiciones.

La catadura de los porteños constituye todo un desafío para quien quiera arrastrarlos hasta el siglo XXI, acaso insuflarles algún sentimiento popular, algún interés nacional, y en ese sentido resulta torpe y simplista culpar a los candidatos de Unidad Porteña por su evidente falta de glamour, pasión y empatía.

Lo intentó Guillermo Moreno y lo hizo del modo más indicado para obtener resultados opuestos a los que pretendía. La aversión que el peronismo, en sus distintas variantes, despierta en la ciudad de Buenos Aires no es de naturaleza ideológica ni teórica, sino cultural, límite que difícilmente pueda ser franqueado mediante una ración doble de peronismo concentrado.

Podría decirse una vez más que, aun siendo evidente, lo esencial es invisible a los ojos o insistir en que el mejor modo de ocultar la carta robada es dejarla a la vista: Guillermo Moreno y Gustavo Vera tenían ante sí, explícitos y en tipografía de buen tamaño, los ejes posibles de su campaña electoral: la honestidad y el coraje en defensa del bolsillo y la vida de los más vulnerables, que nadie podría discutirles. En cambio, optaron por un ideologismo vocinglero y prepotente que puede conmover a lo sumo a algunos activistas nostálgicos de un incierto ayer.

Itai Hagman trató de aportar su onda de nueva izquierda juvenil decontracté con los mismos magros resultados que la generalidad de los chisquicientos grupos y partiditos de la autodenominada izquierda pura y dura que, aun en el más que improbable caso de haberse reunido en torno a una hipotética PASO del sector, no habría llegado al 10% de los votos.  

La “lista oficial” de la versión capitalina de Unidad Ciudadana apenas si resulta útil para mostrarnos cómo es y que puede esperarse de una fuerza política conformada en base a un sistema de acuerdos y limitaciones mutuas en las que no surja ni prevalezca un liderazgo claro. Es curioso, pero ese es el anodino destino que en nombre de un sorprendente mix de democracia interna y ortodoxia doctrinaria, unos cuantos proclaman como solución a la crisis de liderazgo o conducción que aqueja al conglomerado peronista-kirchnerista.

El punto en cuestión

En la provincia de Buenos Aires estarán en juego dos senadores, varios diputados nacionales, provinciales, concejales y etcétera, pero se dirime un conflicto de aun mayor trascendencia: la posible determinación del punto de apoyo, de la “piedra” sobre la que se edificará una necesaria nueva versión del movimiento nacional de liberación.

Quienes con Marechal pensamos que “La de Perón y Evita fue una de las encarnaciones de la doctrina nacional; hubo otras antes y habrá otras después” deberíamos cuidarnos de hacer cuestión de nombres, formas y liturgias. Se trata de propósitos y contenidos, sobre los que podrían escribirse y, de hecho, se han publicado infinidad de libros y tratados, seguramente uno más sustancioso que otro, pero que se pueden sintetizar en lo que Perón llamaba el núcleo ideológico inamovible y, más sencillamente, se conoce como “las tres banderas”: la independencia económica, la soberanía política y la justicia social. Se trata de tres elementos complementarios, que resultan inseparables, ya que ninguno puede hacerse realidad independientemente de los otros dos. Algo así como la Santísima Trinidad o el aceite tres en uno, a los que los amigos de Peronismo Militante sostienen que, debido al correr de los tiempos, han de añadírseles otras dos: la soberanía tecnológica y la integración regional.

Ese es el núcleo inconmovible, ya que prescindir de él nos transformaría en algo diferente a lo que somos, venimos siendo o pretenderíamos ser; lo demás, las formas de aplicación, son necesariamente cambiantes puesto que la realidad y las gentes (su cultura, sus gustos, sus pasiones, aversiones, aspiraciones, temores) también son cambiantes. Y en este plano, aferrarse a las formas es lo más parecido que puede existir a encerrarse voluntariamente dentro de un sarcófago.

Será a lo sumo una nueva versión de lo mismo, se podrá argumentar.

Sí y no.

Sí, pues el núcleo debería permanecer inconmovible. Y no, en tanto para situarse en un momento del tiempo distinto al que en su oportunidad se adaptaron las anteriores “encarnaciones” de esa misma “doctrina nacional”, las “formas” deberían ser inevitablemente diferentes. Y si acaso no lo son, sería señal de que algo anda fallando por ahí.

Claro que nada es posible y todo quedará en literatura, crónica o añoranza, sin una voluntad colectivamente organizada.

Y he aquí el punto en cuestión: ¿cómo se construye una voluntad colectiva, cómo se la organiza sino es a través de un liderazgo o conducción claramente establecida? No es, no lo ha sido, ni puede serlo, por medio de un sistema de delegaciones y acuerdos, una federación o liga de pares. Hasta la experiencia más federal y democrática de estas tierras que fue la Liga de los Pueblos Libres requirió de un “Protector”, cuya derrota “en la interna” significó el fin de ese proyecto emancipador.

La crisis de liderazgo

La derrota electoral de 2015, precedida de numerosos errores y desaciertos, provocó la actual crisis de liderazgo en lo que queda del movimiento nacional o, más aproximadamente, del campo nacional-popular.

Las sucesivas rupturas de los bloques legislativos, los cuestionamientos, las disidencias y traiciones, las opciones alternativas no son otra cosa que expresiones de esa crisis, cuya resolución es prioritaria y que, de tener lugar, siempre pasará por la expresión de la voluntad popular. Para dar otro ejemplo al pasar, la larga vigencia de Perón (condenado judicialmente, difamado públicamente, acusado de los más viles delitos, proscrito y exiliado) tuvo menos que ver con su ductilidad y capacidad de maniobra y persuasión, que con la fidelidad de una amplia porción de la sociedad consciente de que le debía lo poco de justicia y felicidad de que había podido disfrutar en vida.

“Nosotros no fuimos buenos –solía decir–, pero los que vinieron después son peores”, palabras que hoy podría suscribir Cristina Kirchner sin falsear la realidad. Y en ese plano, y a la luz de la orientación política y económica de la facción que se ha hecho con el poder absoluto, el tiempo correrá a su favor: después de ella vendrán los que buena la harán.

Es a partir de esta circunstancia, de la pasión y el cariño que la ex presidenta despierta –según se acaba de demostrar– en los sectores más humildes, que puede decirse que, de todo lo posible, Cristina resultaría lo más cercano a constituirse en esa “piedra sobre la que se ha edificar la iglesia”. Y de esto trata toda la discusión que atraviesa al peronismo en sus diferentes variantes.

Toda pelea, todo debate, toda puja por establecer una conducción parece una disputa de espaldas a las inmediatas necesidades populares. Sin embargo, no lo es, por dos motivos: en primer lugar, porque será al pueblo quien finalmente decida. Y en segundo (y no por eso menos importante) porque ninguna fuerza carente de conducción, ningún conglomerado, ninguna liga de agraviados, ninguna federación de grupos de base, puede enfrentar con éxito la ofensiva de los poderosos. Tampoco puede hacerlo un movimiento obrero desconectado, prescindente de un proyecto político –y social y cultural– de liberación nacional.

Existe una disputa por la conducción cuya batalla actual tiene lugar en el territorio bonaerense. Habiéndose un sector peronista fugado hacia el proyecto divergente de Sergio Massa, esa disputa es protagonizada por quienes desordenadamente marchan detrás de Florencio Randazzo y quienes no menos desordenadamente lo hacen detrás de Cristina Kirchner.

Acusar de traición a quienes disputan la conducción en un momento de crisis es a lo sumo, un muy torpe recurso publicitario. ¿Tiene derecho Florencio Randazzo a disputar la conducción? Naturalmente que sí. Y de igual manera pagará las consecuencias de su fracaso o recogerá los frutos de sus éxitos.

¿Tiene derecho Cristina a no aceptar una elección interna con Randazzo? ¿O a cuestionar o vetar a algunos de sus acompañantes? Por supuesto que tiene derecho a hacer eso y mucho más, y de igual manera pagará las consecuencias del fracaso y cosechará el fruto de sus éxitos.

Concluir en que esta disputa por el liderazgo podría resolverse mediante acuerdos o negociaciones entre aspirantes a ocupar un mismo lugar es una puerilidad y una tontería semejantes a atribuir los desacuerdos a las supuestas o reales soberbia e intemperancia de la ex presidenta. Y un recurso publicitario tan torpe y alejado de la verdad como sostener que Randazzo le ha vendido su alma al diablo.

Tal vez Cristina sea realmente soberbia y Randazzo le haya efectivamente vendido su alma al diablo, pero nada de eso tiene verdadera significación cuando de lo que se trata es de encontrar la dichosa “piedra”.

Si bien su efecto psicológico y emocional fue diluido por la manipulación informativa, la disputa en el territorio bonaerense se habría zanjado, tal vez a un costo demasiado alto, como sería la pérdida de un senador nacional si Unidad Ciudadano no consiguiera imponerse en octubre. Echar culpas es todavía más tonto e improcedente que cruzar acusaciones sin ton ni son. En muchas ocasiones, según vengan barajados los naipes, es inevitable pagar costos altos o relativamente altos para definir asuntos de mayor importancia.

La real realidad

Nadie, jamás, estará ni ha estado exento del error. De no haberse equivocado nunca los líderes populares, los del más remoto ayer y los del pasado más reciente, la realidad sería muy distinta.

Ahora bien, que esa disputa, circunstancialmente dirimida hoy en territorio bonaerense, haya sido realmente zanjada dependerá de la generosidad y amplitud de los supuestos vencedores como de la capacidad de reflexión de los supuestos vencidos, tan indispensable uno como el otro habida cuenta lo que está en juego.

El filósofo Mario Casalla ve en la convocatoria a una unidad ciudadana una apelación semejante a la que llevó a los antiguos griegos, en sistemáticas y permanentes disputas intestinas, a deponer sus diferencias cuando el ejército persa se presentó a las puertas de los Termópilas. Ante semejante amenaza de un imperio absolutista, los griegos vieron en riesgo sus derechos, su libertad, su cultura y su identidad, por lo que tuvieron el suficiente tino de hacer causa común, deteniendo al invasor.

Es una buena analogía, aunque tal vez no dé acabada cuenta del fenómeno actual: en última instancia, los persas seguían siendo seres humanos, mientras que los argentinos somos hoy víctimas de una suerte de invasión extraterrestre, del ataque de los perversos marcianitos del film de Tim Burton, decididos a todo con tal de imponer su voluntad.

Esos malvados bichos se han hecho hoy con el poder absoluto, con el poder del dinero, el poder de la ley, el de la comunicación, la cultura y la información, el poder del Estado, de la coacción, la represión, la cooptación, los negocios y la corrupción. Están dispuestos a todo y muy difícilmente sea posible en el futuro privarlos de alguno de esos poderes de un modo pacífico, legal y republicano.

Un movimiento de resistencia a los bichos extraterrestres será efectivo sólo si es nacional y de liberación, si es capaz de construir y albergar en su seno el complejo y diverso sistema de relaciones sociales, económicas y culturales que es necesario preservar.  He ahí la complejidad y dificultad de una empresa que no pocos confunden, muy erróneamente, con la organización y encuadramiento de una fuerza política.

Si la piedra sobre la que habremos de edificar nuestra nueva iglesia resulta ser Cristina, nos ahorraremos mucho tiempo. No será la conducción ideal; alcanza con que sea la posible. De ahí en más, todo será un problema de ejecución y será más o menos exitoso si los aciertos son mayores que los desaciertos y, más que nada, si se termina de entender que la identidad y la unidad no surgen de programas ni doctrinas sino de comprender qué factores, objetivos y problemáticas son los que nos unen. En pocas palabras, qué es lo que tenemos en común y no qué es lo nos diferencia.

Porque el caso es que Marte ataca.