En política los más adictos a las profecías y los malos augurios son los no votados. No solamente los políticos que pierden elecciones, sino los periodistas; esos que presumen que ganan sus elecciones entre el público, pero que después ven con estupor que el rating de las urnas los desmiente.

La impaciencia opositora los empuja hasta el punto de que tienen que convivir insalubremente con sus fracasados presagios. No debe serles fácil; como tampoco debe serlo para un clown tener que resignarse a payasear  estando triste. Y tres años con promesa de prolongarse ( de una u otra forma, con o sin), se hacen interminables.

Por eso no cesan en anunciar el fin del Gobierno y a cada exhibición artificial de fuerza que consiguen se autocongratulan y se premian entre ellos. Son como onanistas que se excitan con la derecha o con la izquierda indistintamente. Y no se acomplejan de esa pornografía ideológica y hasta la lucen en el palco. Hasta son capaces de la desmesura de creer que el 8 de noviembre asaltaron  la Bastilla y que el 20 lograron que cien piquetes sitiaron al poder y liberaron a las masas sometidas.

El “post”, el después qué, y el recalentado deseo de que se produzca un adelantado cambio político, los angustia como a esos desafortunados jugadores de ruleta que esperan el cambio de croupier para que un milagro los saque de la quiebra.

Cada tanto una catarsis callejera- sea de cacerolas o de bloqueos huelguísticos- les ofrece un efímero calmante mediático. Pero es “tan corto el amor y tan largo el olvido”.

Por eso, quienes más pronostican el final de los tiempos del peronismo kirchnerista, y cristinista, son los que se sofocan corriendo desde atrás a un colectivo  que sigue su rumbo mientras ellos infructuosamente tratan de pincharle los neumáticos.

O patotean para que el conductor/ a deje el volante o lo haga girar hacia el lado contrario. Hacia dónde están solo ellos.

Es que últimamente- más que les pese a tantos puristas del voto calificado- la aritmética popular le viene ganando fácil a la oligárquica. Y si “la democracia es un abuso de las matemáticas” ( como se burló no tan graciosamente Borges) es justamente para evitar el abuso de los privilegiados.

Acuérdense del título de aquel best seller, “ La hora final de Castro” ; todavía resuena como un deseo profético que pasados veinte años de publicado tarda cada vez más en cumplirse. Su autor, el argentino-norteamericano Andrés Oppenheimer, que aquí suele publicar en La Nación, sigue escribiendo contra los gobiernos populares latinoamericanos con la misma desesperación profética que en aquel libro expresara contra la revolución cubana. Su desacierto ya lleva dos décadas; alguna vez será la vida y no Oppenheimer la que le de la hora final a Fidel Castro.

¡Cuántas agorerías opositoras de horas finales se van sumando! Claman por un diluvio argentino ilusionados en poder subirse al Arca selectiva.

No hay cacatúa que no sueñe con adivinar las señales del ocaso kirchnerista. ¿No es raro que digan que la presidenta casi más votada de la historia está sola?

Pensar que hay sindicalistas que de tanto soñar eso atardecen definitivamente sin sueños.

Allí se los ve sonámbulos y jocosos celebrando un paro tan pero tan triste.