Resonó. Primero como un susurro lejano; de 30 años. Luego, como bramido, con el estruendo de cadenas y grilletes desmembrados, finalmente a fuerza de historia y perseverancia. Las manos, atrapadas durante años, se liberaban; las que celebraban y, también, las que hoy prefieren la pantomima de la crítica y la obstrucción. Resonaba. Era el sonido de lo libertario. Aquel, y éste.

Resonó. Porque hasta el nombre agasajaba a la coincidencia. Uno era Raúl, Raúl Ricardo, para más precisión. El otro lleva un Eugenio de bautismo del que prescinde, según mi propio y personal capricho por cómo ese nombre tironea hacia el apellido Aramburu. Él prefiere que lo llamen Raúl.
El apellido de uno es Alfonsín y será, para siempre, sinónimo de momento iniciático, de primera vez, de puntapié inicial de una institucionalidad que hoy está cumpliendo 30 años. En el DNI del otro dice Zaffaroni y se ha convertido en el pedacito popular de una Corte que, de tan Suprema, pone pocas veces los pies sobre la tierra que el resto de los mortales caminamos.

Esta semana, el 30, se cumplieron 30 de aquella vez en que poner un sobre en una urna fue lo menos parecido a una formalidad institucional. Nunca un trámite fue tan ceremonia.
Esta semana, el 29, otro procedimiento del campo los tecnicismos también fue más corazón de epopeya que expediente. Esa Corte -las más de las veces cortesana de lo instituido y paroxismo de la egolatría iluminista- tuvo un gesto. Tuvo el gesto y se atrevió. Y le dio al sistema democrático una fenomenal inyección de democracia que permitió que la institucionalidad se aproximara un poquito más a la libertad.

“Nadie puede poner en duda que los medios audiovisuales son hoy formadores de cultura (…) Tienen una incidencia decisiva en nuestros comportamientos. (…) Son los medios audiovisuales –más que la prensa- los que nos deciden a salir con paragüas porque amenaza lluvia, pero también son los que fabrican amigos y enemigos, smpatías y antipatías, estereotipos positivos y negativos, condicionan gustos, valores estéticos, estilos, gestos, consumo, viajes, consumo, sexualidades, conflictos y modos de resolverlos, y hasta las creencias, el lenguaje mismo y, al incidir en las metas sociales, también determinan los propios proyectos existenciales de la población. Para cualquier escuela sociológica, fuera de toda duda, esto es configuración de cultura”.

“Ningún Estado responsable puede permitir que la configuración cultural quede en manos de monopolios u oligopolios. Constitucionalmente estaría renunciando a los más altos y primarios objetivos que le señala la Constitución”.
“Pues bien: una Constitución no es un mero texto escrito, sino que vive. Y si se pretende no quedarse en el mero plano del deber ser o del programa irrealizado, debe estar inserto en la cultura del pueblo que la adopta y en constante interacción con ella. Sólo de este modo puede aspirar a ser la coronación de un orden que permita y facilite la convivencia humana lo más pacífica posible. Una Constitución que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo”.

Y empezaba a tronar. No el escarmiento, sino la memoria viva. Retumbaba en ese texto formal, de considerandos jurídicos de este juez poco afecto al protocolo. Este Raúl que cumplía con los formulismos, pero llevaba su explicación de por qué esa ley -LA ley- es constitucional a los márgenes de algo mucho más inmenso. Trasladaba los argumentos a un terreno que excede, por lejos, la cuestión de los medios, para introducir el debate en el verdadero sitio donde discurrió siempre esta discusión: el de las emancipaciones y las independencias.

“Una Constitución –continuaba este Raúl, Zaffaroni, en su fallo- que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo. Los objetivos de constituir la unión nacional,  afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, no podrían alcanzarse con una Constitución incompatible con la cultura del pueblo que adopta”.

“Nuestra cultura es esencialmente plural; pues somos un Pueblo multiétnico; nuestra Constitución no aseguró  los beneficios de la libertad sólo para nosotros, sino también para para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

Y resonó. A casi exactos 30 años del bramido aquel, del otro Raúl, del Alfonsín del principio de todo esto.

“…Y en todas partes he dicho, y permítanme que lo repita hoy, porque es como un rezo laico y una oración patriótica: que si alguien distraído, al costado del camino, cuando nos ve marchar, nos pregunta cómo juntos, hacia dónde marchan, por qué luchan. Tenemos que contestarle con las palabras del preámbulo y que marchamos, que luchamos para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”.

No había sido, ni era ahora, inocente sino estricta y eminentemente político el corte, el hachazo, que los Raúles le pegaban al preámbulo para dejar afuera de la cita dos porciones de ese texto fundante que –ésas sí- no emocionan sino que condicionan.

No había sido, ni era ahora, sin querer el no haber incluido aquello de invocar “la protección de Dios”, según ese escrito “fuente de toda razón y justicia” y aquello otro de “ordenar, decretar y establecer”. Raúl sabía y Raúl sabe lo mal que se llevan con la democracia -y sobre todo con la democratización- la mayoría de las sotanas y el mandar autoritario. Así que, un tajo al prefacio para que, al metérsenos en el cuerpo, nos siguiera piantando un lagrimón.

Fue casual, pero se hizo coro, como teatral. Un Raúl evocaba al otro sin decirlo, sin mencionarlo y hasta sin intención. Como si se hubiera tratado de una coincidencia más librada a los azares mágicos que al berretín de la efeméride.

Pero era inevitable que vibraran juntos. Que una lectura silenciosa llevara el pensamiento a aquella voz que rugía y se quebraba y nos hablaba de un todos que, ¿por qué no?, inauguraría el ahora tan nuestro, tan propio “para todos”, “para todos y todas”.

Era inevitable que aquel bramido de la institucionalidad en pañales se colara por los márgenes, los renglones, las comas y las citas de este fallo Supremo. Porque se filtraba, ante todo, por las sangrías: las que implicaron esperar 30 años. 26 para discutirla y otros cuatro para finalmente largar el suspiro, el grito contenido y la lágrima emocionada que guardamos tan celosamente por miedo a la desilusión.

Le buscamos letra chica y gato encerrado. Pero no había ni palabra tramposa ni felino en jaula. Y esperamos la tapa. “Kirchner ya tiene su ley de control de medios” había sido el slogan del tráfico ilegal de ideología devenido información de titular aquel 10 de octubre de 2009.

Y aguardamos el vómito de odio que llevarían a tapa el día mismísimo en que celebrábamos –todos- el retorno de la institucionalidad y –muchos- que el sistema en que vivimos se pareciera un poquito más a lo que uno entiende por democracia. “Ley de medios”, dijeron esta vez. “La Corte falló a favor del Gobierno”. Ascépticos, como obligados a decir algo inmediatamente después del knockout.

Y adentro, las trampas del mismo calibre que han venido usando hasta acostumbrarnos: “fallo con disidencias”, “con sólo un voto de diferencia”, “cese compulsivo”, “mano política tendida al gobierno” y supuestos tribunales internacionales de defensa de los Derechos Humanos a los que –mienten- podrían acudir. “Stalinistas”, “delincuentes”, “ladrones”, “autoritarios”, dejaron e hicieron decir a sus amigos, esclavos y voceros. “Masazo”, simplificó La Nación con un grado de precisión, justeza y brutal honestidad que –reconozcámoslo- provocó sorpresa.

Ellos saben qué implica este fallo de la Corte.
El sistema republicano había podido –con errores, tironeos, grises, zonceras, claudicaciones y hasta banderas blancas, a veces- meterse con y enfrentarse a: sindicalismos verticalistas, autoritarios y corruptos; militares y uniformados asesinos y genocidas; policías delincuenciales; cúpulas eclesiásticas y dogmas católicos; sistemas educativos, sanitarios y electorales.

Pudo que gays contrayeran matrimonio; que trans, si así lo prefieren, sean mujeres; que bolivianos, paraguayos, peruanos y quien sea saque DNI si siente este suelo; que parejas se divorcien si el amor desaparece y que padres y madres compartan la patria potestad; que pueblos originarios tengan escuela bilingüe, reconocimiento geográfico y nombre sin desprecio.

Se pudo cambiar la Constitución y hasta a la Carta orgánica del Banco Central se le pudo meter mano. Se discutió, se votó, se sancionó. Todo eso fue ley y a cumplirlo.

Sólo quedaba un sector -uno, ese solito, el único- al que ni de lejos, la democracia se podía asomar.

Con todos excepto con los dueños del dinero y menos, muchísimo menos, con los propietarios del dinero y la palabra. Con ellos sí que no. El borde estaba ahí. Señalaban con el dedo: “el poder son los otros”, describían y “¡fuera de aquí!” porque “nos lo llevamos puesto al que se anima, a su partido, al gobierno y a la República si hace falta”. Bombardeo en la construcción y napalm argumental para la defensa corporativa. Y el gato con letra chica, sin jaula y sin cascabel. Y una democracia renga, débil, con huecos y parches.

El domingo hubo voto, sistema representativo en ejercicio, conteo y derrota de coyuntura y, hasta si se quiere en el análisis, discutible.

Esa noche no fue fácil poner la carita en televisión. Pero sin soberbia, ni arrogancia, ni jactancia me atreví a sugerir a quienes, más que cantar, chillaban victoria, aprendieran de las lecciones de la historia reciente y que se asomaran un tantito, sin ceguera ni cerrazón, a la característica más notable del movimiento en el gobierno: su tremenda y extraordinaria capacidad de recuperación, sus modos de reinvención y su originalidad en coyunturas de resistencia. No tenía ni oráculo, ni la información. Sólo lectura política de estos tiempos.

Y así fue. 24 horas le duró el estrellato al candidato triunfador, ese que se había convertido en una especie de marca de agua en La Nación on line porque, quisiera uno lo que quisiese leer, se encontraba con el abrazo del tigrense con la Malena de moda y el fulgurante –y a la vista de los acontecimientos excesivamente anticipatorio- título: “El amplio triunfo de Massa consolida el cambio político en el país”. Una más de ese tipo de frases que preceden al razonamiento; las que se les caen de la boca y, finalmente, siempre los deja en off side; esa que aseguran el fin de ciclo ante cualquier modificación coyuntural.

Pero parece que la democracia se empecina y que a fuerza de instituciones y de militancia y de dar batalla y de no ceder y de aprender a no rendirse, ha creado un movimiento que se empeña y que se emperra en estirar hasta el límite lo posible de esa democracia. Y la convierte en ejercicio de 24 sobre 24 de participación, cambio y avance. O sea, de vida.

Ese espacio político que nos hace vivir en un permanente, seductor, atractivo y atrayente estado de electrocardiograma.

Ese que cuando parece que el cuchillo va a ser introducido en el lugar del dolor más lacerante, revive, se levanta, se pone de pie, da pelea y, varias veces, gana.

26 años, 4 de espera, 30 de democracia. 73 proyectos. 4 Poderes Ejecutivos que presentaron propuesta. Sólo una con estado parlamentario. La misma que logró aprobación. 7 instancias judiciales. Y una palabra final.

Siempre pareció imposible. Y ella coincidió: “Es imposible”, sostuvo. Y sin sacarnos los ojos de encima -en aquella para mí memorable reunión- y sin quitarnos un segundo de esperanza y convicción le puso pasión, certeza y promesa al comentario: “Es imposible. Pero alguien tiene que hacerlo”.

Y lo hizo. Y se hizo. Y la democracia es ahora menos renga, menos débil, sin tanto hueco y con menos parche.

Y resuena. Porque no se trata de un par de licencias, de cuatro o cinco pantallas o de una grilla injusta. Sabemos, lo sabemos bien todos que se trata, en serio, hasta el hueso y de una vez por todaos, de promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”.