Tras los resultados de la elección en Venezuela en la que virtualmente el país expuso una divisoria en mitades bastante clara, se retomó el latiguillo que afirma que los gobiernos populistas fracturan a las sociedades. Sin embargo, claro está, un resultado electoral no parece condición suficiente para semejante afirmación puesto que en países como Estados Unidos, generalmente, existe una mitad republicana y una mitad demócrata que, con pequeñas diferencias hacia un lado o el otro, se van alternando en el poder. Pero frente al ejemplo del país del norte, los mismos que repiten el latiguillo como un mantra, dirán que, justamente, la sociedad estadounidense no está fracturada porque ni demócratas y ni republicanos llevan adelante una política populista sino que, más allá de sus diferencias, fomentan una sociedad con instituciones republicanas y pulcras.

¿Entonces podría decirse que resulta falso que la sociedad venezolana esté dividida? ¿Y qué pasa con el resto de los países de la región gobernados por propuestas de centro izquierda? ¿No hay también allí sociedades divididas independientemente de que, en algunos casos, la fragmentación de la oposición haya arrojado una inmensa diferencia porcentual entre el candidato oficial y el principal referente opositor? ¿Están equivocados los que repiten el latiguillo? No lo están, y para que no queden dudas, más allá del carácter retórico de las preguntas recién formuladas, digamos que efectivamente la sociedad venezolana y otras sociedades latinoamericanas están divididas con una intensidad única o, al menos, con una intensidad que no existía desde hacía décadas. Y agreguemos que esto sucede más allá de la obviamente insoslayable circunstancia electoral que arroja paridad.

¿Por qué sucede esta división? Porque a contramano de otros momentos de la historia, no asistimos a un juego de la mera alternancia en la que no hay diferencias sustanciales entre partidos o candidatos, como sucede en Estados Unidos donde podemos preferir a algunos sobre los otros pero sabiendo que ninguna opción provocará transformaciones drásticas. En otras palabras, en Latinoamérica, sin que ninguno de los gobiernos plantee una salida del capitalismo y aun cuando podría preferirse, en algunos, una mayor audacia o radicalidad al momento de realizar gestos y promover determinadas políticas, se están profundizando procesos que avanzan sobre cierta elite dominante y sus prerrogativas económicas, políticas y culturales. Estas elites que, paradójicamente, son tan minoritarias como hegemónicas, comienzan a radicalizar su discurso y su acción en la medida en que más acorraladas se perciben y no tienen a mano el recurso de los golpes de Estado tradicionales. La consecuencia de ello no puede ser otra cosa que la división de las sociedades, división que siempre existió pero que ahora se explicita al existir proyectos que desde el gobierno son representativos de los intereses de las mayorías. Si el punto de vista aquí expuesto es capaz de describir las cosas tal cual son, no cabe más que decir, con alegría,  “Bienvenida la división”.