A lo largo del proceso de construcción del Estado Nacional Argentino desde fines del siglo XIX, el Poder Constituido naciente se impuso sobre los legítimos habitantes de nuestro territorio, los pueblos originarios, obligándolos a resolver el dilema entre permanecer fieles a su espíritu y sufrir la muerte o la posibilidad de devenir ciudadanos argentinos, y con ello derramar su identidad. Más allá de la elección, la pura imposición de aquel dilema, que les era ajeno, se convirtió en la causa del conflicto que los llevó a sobrevenir históricamente en lo “otro”, lo diferente.

         A más de 100 años de dicho proceso, los representantes del poder real a cargo de los poderes del Estado, siguen sosteniendo un modelo cultural, político y económico que se basa en la creación de una imagen de la Argentina civilizada, blanca, occidental y cristiana. Dicho discurso se hizo evidente cuando el presidente Mauricio Macri, durante su disertación en el Foro Económico Mundial en Davos, defendió y definió como “natural” el acercamiento del Mercosur con la Unión Europea hacia un acuerdo de libre comercio puesto que en la región "todos somos descendientes de europeos". La negación de las múltiples identidades es parte de un juego simbólico que da lugar a un “nosotros” oficial, bajo el manto de la destrucción y des historización de los modos de vida que no cuajan en un modelo que combina el liberalismo económico y el conservadurismo cultural.

A pesar de que los pueblos indígenas representan el 8 por ciento de la población en la región, es decir 42 millones de personas, y en Argentina cerca de 1 millón, según datos del Banco Mundial, hace más de un siglo que se extiende la negación de su presencia en el imaginario colectivo. Es necesario por eso la deconstrucción de ese mito, que se convirtió en eje fundamental de la construcción identitaria nacional.

    Durante el periodo de creación de la Nación,  la sociedad “Occidentalizada” que se encontraba al norte de nuestro país, con el propósito de fundar un Estado moderno y desarrollado, emprendió su avance hasta conseguir ocupar, mediante violentas acciones militares, todo el territorio y acabar con la autonomía de las tribus aborígenes. El “proceso de ciudadanización”  buscó suprimir autoritariamente las diferencias socio-culturales, en beneficio de una única y superadora identidad. Este proceso fue acompañado por una voluntad colectiva de hacer desaparecer ‘la cuestión indígena’ del imaginario, promoviendo como resultado la asunción de un carácter del argentino de “raza blanca y cultura europea”.

El discurso de poder procede des historizando, fijando el sentido de las palabras de una forma funcional a su proyecto.  La negación en el imaginario colectivo de la cultura popular o subalterna del “otro” tiene sus raíces en el proyecto de organización nacional y se fue extendiendo a lo largo de la historia del poder y los regímenes totalitarios que ocuparon el Estado, alcanzando inclusive la última dictadura y su Proceso de Reorganización Nacional, los cual tendieron a la aniquilación de las diferentes identidades sociales, para construir sobre ellas una identidad superadora y perdurable, la argentina civilizada. La persistencia en la actualidad de esta visión perpetúa la tragedia de estas representaciones sin ser percibidas por la sociedad mayoritaria, la cual se reconoce como un pueblo homogéneamente blanco construido a partir del aporte de una variedad de raíces europeas armónicamente integradas en una unidad nacional.

Según el autor Jaqcues Derrida las sociedades patriarcales occidentales fueron las productoras de la “Mitología Blanca”, por la cual se consideraba al blanco como ejemplo de la mismidad pura, pulcra y superior frente a una otredad exótica, diferente, negra e inferior. Desde esta perspectiva es fundamental la influencia de la ideología dominante, una suerte de sistema de concepciones determinado por los intereses de un cierto sector social que en base a valores, condiciona  los comportamientos y representaciones. Como expresa Pierre Bourdieu, los sistemas simbólicos cumplen su función política de instrumentos de imposición o de legitimación de la dominación, que contribuye a asegurar la dominación de una clase sobre otra. La corporalidad de lo que se opone al nosotros “civilizado“ , en el marco de un modelo socio cultural ligado a intereses corporativos, se vuelve de esta manera factible de ser reprimido y hasta eliminado.