Las modificaciones a la Ley de Educación Superior votadas por el Congreso de la Nación el pasado 29 de octubre con el apoyo del Frente para la Victoria y los bloques de la UCR, el Peronismo Federal y de Progresistas –y el rechazo persistente del PRO-, provocaron una reacción violenta por parte del diario La Nación, que el viernes 6 de noviembre publicó una extensa nota editorial condenando su sanción.

Nadie puede pedirle a La Nación que perciba los avances de la legislación educativa con el espíritu universitario de la Reforma de 1918, pero llamó la atención en este caso una interpretación tan libre del texto sancionado que en los largos párrafos de la editorial no pudo encontrarse un solo entrecomillado, una sola cita de los artículos modificados y sí, en cambio, una lista de consideraciones insultantes.

La Nación habla de “facilismo” y “demagogia”, califica a la nueva ley de “absurda” y expresa que se utiliza “el falso concepto de gratuidad para esconder el grave problema de la calidad de la educación universitaria”. Reprocha al Congreso de la Nación no considerar “la importancia de evaluar las capacidades de quienes aspiran a un título terciario”, condena el gasto que produce el "estudiante crónico", e insinúa que el sistema de las universidades públicas debería inspirarse en el privado, ya que éste tiene “muy bien resuelta” esta situación al haberle puesto límites al tiempo con que cuenta un estudiante para concluir sus estudios superiores.

Luego dice –citando al legislador Eduardo Amadeo pero nunca al texto de la ley- que de cada 100 estudiantes universitarios sólo egresan 26, lo que demostraría según el diario que es “una hipocresía sostener que la enseñanza integra socialmente cuando es tan alto el número de fracasos en los estudios terciarios”, por lo que, bajo esta mirada, dejaría de ser “inclusiva” y “equitativa”.

Los argumentos desembocan en la idea conservadora más trillada, que consiste en asegurar que si el sistema educativo permite el ingreso sin restricciones a todos sus ciudadanos jóvenes, limitaría la formación y nivelaría “para abajo”.

Lo que prohíbe la ley es establecer “cualquier tipo de gravamen, tasa, impuesto, arancel o tarifa”. Pero, además de garantizar la gratuidad, reconoce el carácter de bien público y derecho humano personal y social de la educación y el conocimiento, incluyendo a la educación superior universitaria y no universitaria, al tiempo que garantiza la igualdad de oportunidades, el acceso, la permanencia y la graduación de los alumnos. La Nación ve esto como una injusticia porque no se introduce ningún recurso darwiniano (en el único Estado que cree el diario fundado por Mitre es en el Estado darwiniano) para restringir el acceso y la permanencia en la universidad.

Para reimplantar la universidad de la contrarreforma, La Nación omite decir que Argentina tiene una tasa de pasaje del secundario a la universidad de alrededor del 65 por ciento, la más alta de América Latina. Este dato significa que existe una escuela pública verdaderamente universal, y una presión social ascendente que aspira a la movilidad y encuentra en el acceso libre a las universidades una posibilidad concreta de progreso.

La reacción conservadora no tolera ideológicamente la cantidad. Prefiere que haya pocos aspirantes, para que tengan menos posibilidades de progreso aquellos que por su condición socioeconómica tienen menos posibilidades de acceso y ven a la universidad como una herramienta fundamental para su movilidad social. Fue el peronismo el que advirtió el poder de esa herramienta, cuando se pasó de una población universitaria de 51.272 alumnos en 1947 a 143.542 en 1955; fundamentalmente, a partir de noviembre de 1949, cuando el Congreso Nacional sancionó la ley de gratuidad de los estudios terciarios y universitarios. ¿Quién puede creer que hubo menos egresados en 1955 que en 1947?

Todavía no sabemos qué tasa de egreso tendrá el sistema de universidades públicas dentro de 10 años. Pero sí es posible imaginar que tendrá un gran impacto sobre el mismo la creación de las nuevas universidades, que aumentaron un 35 por ciento su matrícula respecto de 2001.

El dato de que hoy sólo egresa el 26 por ciento de los alumnos universitarios, y en el que el tradicional matutino ve el drama de un supuesto “fracaso”, no contempla ese impacto que ya se observa. Sobre todo en las universidades del Gran Buenos Aires, porque los alumnos de bajos recursos no están ahora condenados a viajar desde La Matanza, General San Martín, Moreno o Florencio Varela hacia la Universidad de Buenos Aires o la Universidad Nacional de La Plata. Tampoco se detiene a pensar que la universidad le deja a quienes hayan pasado por ella una experiencia, una cultura y un conocimiento universitarios aún en aquellos que por diversas razones no puedan egresar, aunque esto no coincida con la conceptualización de eficiencia de quien escribió la editorial.

Que todos los alumnos salgan con un diploma de la universidad es la meta por la que debemos luchar. Pero para no reducir todas las variables educativas a la de la eficacia. Hay que pensar que para egresar hay que estar en la universidad, y para estar, primero, hay que entrar. El Estado es el que debe garantizar las condiciones para el libre acceso a la misma y promover y apoyar a los estudiantes a través de los medios a su alcance en el proceso que va desde el ingreso hasta el egreso de las aulas universitarias.