Se recobra del sueño y aquello le viene ahora con fuerza, nítido, intenso como este olor de poleo y monte y madrugada. Qué bien se duerme sólo sobre el recado en las arenas de la pampa cuando la civilización no nos irrita ni incomoda con sus inacabables inconvenientes, piensa. El fogón mezquina sus últimos fuegos. Hace frío. Se arrima un poncho y atiza las brasas. Ordena que se caliente agua para el mate. “Sí, mi coronel”, ruido de botas y cacharros. Una serie de imágenes de los últimos días se agolpa desordenada en su memoria: primero, la cara de un indio viejo, flaco, de rugosa cara coronada de vincha azul y blanca, largas crenchas canas sobre los hombros encorvados, botas de potro que sostienen su lentitud, la veneración de todos y su seca contrariedad al terminar la junta de Poitahué en la que creyó acordada la paz. Entonces el indio dijo: “He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado”. Luego, su intento por persuadirlo sobre las ventajas del tratado: tantas yeguas, tanta yerba y aguardiente y azúcar, papel, tabaco, plata para los caciques y capitanejos… y por toda respuesta del viejo escuchar: “He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado”.

Le viene ahora a la memoria una olla hirviendo a borbotones choclos, zapallos y un gordo puchero de vaca que comió con devoción en la enramada de un toldo en Leubucó, sentado a sus anchas sobre unos cueros negros de carnero, muy lanudos, escuchando al cacique general de los ranqueles disertar sobre las complejas y refinadas costumbres de Tierra Adentro. Aquel que ha vivido como un marqués en París, que ha comido ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles y trufas en el Périgord, aquel que se ha ufanado de recorrer cuatro de las cinco partes del mundo en buque de vela, en ferrocarril y en vapor, a lomo de camello o de elefante, en globo y en silla de manos, lo vemos escuchando humildemente, a ras del suelo, de igual a igual, a un cacique en la pampa mientras sopla las cenizas y come con fruición una torta hecha al rescoldo con manos indias (“Para usted la tenía, coronel” –gracias, hijo).

Ya entonces venía dudando. ¿Con qué derecho?

El primer rayo de sol estiró su luz sobre la blanca sábana de un vasto salitral, encendiéndolo de destellos plateados; atrás, en un montecito de chañares, buen pasto y agua, los caballos y las mulas descansados para continuar la marcha de regreso por el camino de la laguna del Bagual.

Las otras noches soñó que era el emperador de los ranqueles. Hacía su entrada triunfal en las Salinas Grandes por un gran arco que extendía sus colosales patas en la cordillera y en el Plata, sosteniendo en una mano una pluma y en la otra una espada. Sentado en un trono adornado con pieles de carnero y ataviado con un cuero de jaguar, iba magnífico en una carreta tucumana cubierta de penachos de crines caballares de colores tirada por veinte yuntas de yeguas chúcaras. Atrás, una escolta de ranqueles, puelches, pehuenches, picunches, patagones y araucanos a lomo de potros, guanacos, avestruces y en alas de cóndores, cantaba un himno marcial que repetía Lucius Victorius Imperator… De ese modo entraba a la ciudad de Buenos Aires –recuerda el sueño- “para vencer esa civilización decrépita”.

Loco, se dijo. Su vanidad se sueña a lo grande, pero sabe que aun en su cándida fatuidad es más compasiva que las voces que en Buenos Aires claman exterminio. Una década después el revés de ese sueño devendrá en pesadilla. El coronel Mansilla lo intuye en ese otoño de mil ochocientos setenta; en ese entrevero de voces vive su discordia y escribe la crónica sobre su excursión.

¿Con qué derecho? Se pregunta sentado en la enramada de un toldo en la pampa inagotable.

         Vagamente presagia que uno de sus tantos camaradas de armas será el emperador que en Buenos Aires emprenderá la gran salvajada empuñando una espada y un Remington para devastar todas esas tribus y llevar la victoria de esa civilización decrépita hasta el límite del Río Negro. ¿Habrá sabido leer en el mensaje invertido del sueño que en la marcha luctuosa de aquel emperador sólo habrá una escolta de cadáveres ranqueles y puelches, de pehuenches y araucanos prisioneros que irán a morir de hambre o desolación a Martín García o a los ingenios tucumanos, de picunches y patagones vendidos en las plazas de Buenos Aires en medio de gritos desgarradores?

Mansilla lo sabe, violentas vislumbres de ese horizonte lo asediaron en su viaje. “Días más o días menos” –lo dijo apurado una noche en la gran junta de los montes del Quenque, en Poitahué- “vendrá un ejército que los pasará a todos por el filo de la espada… y en estas pampas, en estos bosques solitarios, no quedarán ni recuerdos, ni vestigio de que ustedes vivieron en ellos”.

Por eso escribe. El texto de la excursión podrá ser un alarde literario de dandi, un pasatiempo burgués; también es el desesperado afán por alzar un alegato contra las voces que piden exterminio.

Toma sus mates en silencio, mira el fogón que ya cobró vida, la caballada entre los chañares, el sol que levanta. Piensa en su vuelta tras esta “calavereada” por territorio indio para salir del aburrimiento al que lo confinó el cuidado de las fronteras del Río Cuarto. Llegó como el representante de la civilización y del progreso en la pampa; vuelve con el copete bajo, lleno de dudas, remordimientos. Creyó salir airoso entonces: corrió la frontera, habló de paz, brindó con aguardiente (“¡Ese coronel Mansilla, toro! ¡Yapaí! ¡Ese coronel Mansilla, gaucho!”), pero sabe que esto tiene la leve consistencia de un sueño que, efímero, se desvanecerá al llegar el tratado a Buenos Aires.

El mate pasa de manos, ruido de cacharros, la caballada y el sol que levanta nomás.

¿Con qué derecho?

Su lenguaraz y los dos frailes franciscanos lo miran, y el coronel Mansilla que se pregunta en silencio ¿con qué derecho?