Nací en el sesentaicuatro con Illia a la cabeza, y saludos a Fito. Y viví lo que me tocó. El primer presidente que recuerdo es Lanusse, la vuelta de Perón, los pibes para la liberación, y enseguida la sangre, el pozo interminable, y la noche como un veneno. Después vino la luz de Alfonsín. Eso terminó mal y llegaron los años del remate. Y la alegría de un equipo de demolición que disfrutaba haciendo su trabajo. Hasta que lo que había aprendido a llamar “un país de mierda” dejó de ser un país. Y ahí se quebró la vida de todo el mundo. Y se rompió el mundo. Pagué el pan con billetitos falsos y me quedé viendo cuánto costaba una casa en Galicia. Y la gente lloraba en Ezeiza. Entonces volvió a haber elecciones, cuando ya no quería votar nunca más en mi vida. A nadie. Pero voté, mal como siempre. Sin embargo el candidato que ganó empezó a hacer cosas que yo nunca había creído que un presidente se animaría a hacer. Cosas para los argentinos vivieran mejor. Y vinieron los años de los logros materiales, y la recuperación del país rematado.

Hasta que un día me dí cuenta de que tenía una patria y podía emocionarme mirando la bandera. Pero eso no tenía que ver con las fábricas abiertas, ni con las plazas llenas de madres y padres comprando helados. Me dí cuenta de que yo era parte de algo, y pude abrazarme con gente desconocida. En la intimidad de una multitud que se emocionaba por lo mismo. Y descubrí que el orgullo por ser de un lugar no es fascismo. Y descubrí que tener un conductor a quien seguir no es obsecuencia. Y descubrí que cantar lo mismo con otros miles no es tener el cerebro lavado. Y descubrí que tener convicciones que defender (en lugar de ideas originales que mostrar) no es fanatismo. Hasta que un día, después de estas experiencias percibidas con el asombro de no tener una buena explicación, descubrí que lo que me estaba pasando era que estaba viviendo en la historia. Y que la historia estaba viviendo en mí.

La historia regresó en estos años a vivir entre nosotros. Las cosas de todos los días volvieron a estar inscriptas en una trama que empezó antes de nosotros, con otros nosotros que sufrieron y disfrutaron días parecidos a los de ahora. Y días diferentes de los días de ahora, pero tironeados por las mismas ansiedades. Las mismas fuerzas, las mismas miserias, las mismas traiciones, las mismas hipocresías, las mismas crueldades. Gente que tuvo las mismas necesidades, los mismos sueños, los mismos esfuerzos, las mismas frustaciones, la misma impotencia. Esa historia es la que hoy apareció como un pariente que se había ido. Y nos había dejado sin referencias para saber por qué nos pasa lo que nos pasa. La historia que un día llegó sin avisar, esa historia de la que nadie hablaba para así poder olvidarnos de quiénes éramos. La historia que nos negaban para hacernos entrar a un futuro sin pasado. Un futuro de plástico Made In Taiwán.

Es probable que por tener esta conciencia, todos nosotros, porque creo que lo que escribí para mí vale para millones, estemos más sensibles para estas elecciones que en ninguna otra. Porque entendemos que la historia puede doblar la esquina, y volver hacia atrás por una calle lateral. O irse, y hacernos creer que ya no tenemos nada. Entonces, más allá de lo que ocurra, de las decisiones que se tomen, de quiénes integren un gabinete o no, lo que tenemos que saber es que no debemos dejar que la historia se detenga. Porque pase lo que pase, mientras la historia siga en marcha en cada una de nuestras vidas, podremos más temprano o más tarde llevar nuestras banderas a la victoria. Estas banderas que Néstor Kirchner recuperó, que Cristina hizo flamear con orgullo, y que hoy Daniel Scioli recibió como un legado histórico. Esto, antes de saber el resultado de las elecciones, ya es un triunfo histórico. El triunfo de poner en marcha nuestra historia todos los días.