La muerte de Onofre Lovero (87), concluyó un titánico ciclo en el teatro argentino. Su partida en 2012, que memoro con estas líneas, ha sido una pérdida irreparable, pues se lo recuerda con admiración. Sólo quien lo conoció puede dar fe de sus íntegras actitudes como persona.

Fue la última figura emblemática del teatro independiente nacional, ese hecho a pulmón o en cooperativa. Y uno de los artistas que, desde los años ´50, puso en escena las obras que en aquellos tiempos (e incluso ahora) el teatro comercial desdeña. Esas que ayudan a reflexionar a los jóvenes, e incluso a algunos adultos desvariados por la modernidad. Las que nos hacen entender en qué mundo vivimos. El teatro no era igual a hoy: señalaba cosas que ha olvidado.

Por ello, el 1° de agosto de 2015 se inauguró en su homenaje un hermoso busto, realizado por su esposa Laura, en el Paseo de las Esculturas de la avenida Boedo. Que vale la pena visitar.

Su inconmovible cosmovisión social y su vocación pedagógica lo hicieron estrenar obras de autores que son ya ineludibles en el devenir mundial: Brecht, Irwin Shaw, Maxwell Anderson, etc. Toda su larga vida transcurrió entre las candilejas. Fue primero actor y desde muy joven director tras crear el Teatro de los Independientes en la calle San Martín y Córdoba. Luego maestro de actores, conferencista, régisseur de ópera en el teatro Colón, dirigente gremial de Actores, etc. Su tarea hizo que le otorgaran todos los premios posibles. Sin dudas, los mereció.

En primer lugar, como actor, su arrolladora pasión. Pero también como director, tarea que desdichadamente dejó (era relevante y original en ella) para refinar su labor actoral. Modesto, mereció también el cariño popular por su enorme talento, su dignidad de hombre, su valentía para defender a sus compañeros de profesión en cualquier lugar, su afán inquebrantable por ayudar a los demás, su inusual cultura (no habitual en el medio) y sus ideas perpetuamente progresistas. Era un socialista de alma. Tras ser Presidente de la Asociación Argentina de Actores un par de veces, una tarde lo visité y cerraba sobres en un cuartito. Para ser útil a sus compañeros. Se agrandaba en escena, no en la vida. Como Marcello Mastroianni, con quien me encontré dos veces en Roma a tomar algo y a quien jamás le advertí un gesto de soberbia. 

En el día a día, Lovero era un amigo dispuesto a brindar su mano fraternal. Sin condiciones. No posaba de igual, lo ejercía. Nunca, durante cincuenta años, lo escuché hablar mal de nadie. Yo tenía apenas 18 cuando lo conocí. Fui al teatro de los Independientes y disfruté una obra del desgarrador premio Nobel hoy olvidado, Eugene O´Neill: “El mono velludo”, la historia de ese marinero casi gigantesco (como Onofre) y alma sufrida. Fue un shock. Su labor me conmovió. Entré a los camarines a felicitar a todos los actores. Y el teatro ganó para siempre mi corazón.

Desde allí, nació una amistad inquebrantable que nuestras distintas ideas no lograron mermar. Discutíamos, pero nunca denigró al peronismo. Me fascinaba su tenacidad para iniciar nuevos caminos. Por ejemplo, al decidir dejar el teatro independiente para actuar en el profesional. En aquel momento tomó una decisión difícil, regañada por otros. Onofre respetaba mi “rebeldía”. Así la llamaba. Valoraba que no transara con las dictaduras. Esa comunión nos unió, silenciosa. Y la lealtad al amigo. Algo que ambos ejercimos. Lovero la desplegaba sin medida y con afecto.

También fue un polemista temible, dispuesto a debatir en tiempos duros sobre el teatro o la política en los medios o frente a cientos de estudiantes en un teatro o en una Facultad. Lo vi una vez desplegando razones ante mil estudiantes. Presentó feliz casi todos mis libros y actuó deslumbrante en varias de mis obras teatrales. Otras veces lo escolté al panteón de Actores para despedir (como en un film que él amaba, “El fin del día”, 1939, de Julien Duvivier) a sus compañeros. Lo hacía con sinceridad y emoción. Lograba el último aplauso para quien partía.

Lector omnívoro y barítono lírico en la intimidad, tuvo como compañera definitiva a esa bella mujer, Laura, que lo hizo padre de María, hoy joven bailarina clásica en el Teatro Municipal de Chile. Ella era la dicha de su vejez. Aún temiendo al avión, él cruzaba a Santiago para verla. Por supuesto, Lovero nunca se retiró. No entraba en sus genes. Trabajó en Pro Teatro, otorgando créditos para que otros pusieran obras en escena, hasta el último día. Un ejemplo de para qué sirve la Cultura al ejercerla con profesionalidad y para el bien común. Volvía a su casa y murió en el taxi. Así fue. Atesoró una salida del presente como a él le habría gustado: insólita, teatral.

Es que en su concepción de la vida (realizar) y del teatro (“La función debemos hacerla aunque en la sala haya sólo tres espectadores”) no cabía otra cosa que el trabajo y honrar al público. No se ha ido. Como afirmaba Luigi Pirandelllo, es un “pensionista de la memoria” y vive en nosotros, pues al recordarlo lo pensamos vivo. Todos lo seguiremos viendo actuar, llorar, reír.

Un hombre inusual frente al egoísmo actual. Un hombre admirable, para todos los tiempos.