Parece inevitable que al producirse alteraciones tan profundas del normal discurrir de la vida, como la que tuvo (y sigue teniendo) lugar tras la derrota de Daniel Scioli en el plebiscito de 2015, no sean sólo las formaciones políticas las que deban adaptarse a la nueva situación.  Se hace hincapié en ellas, en sus dificultades para “dar cuenta” de nuevos hechos, en los discursos petrificados, cada vez más vueltos hacia adentro, en las trabas e impedimentos para el surgimiento de nuevos dirigentes. Como si fuera sencillo, como si no hubieran pasado tan sólo dos años, apenas un suspiro.

La urgencia y la histeria hacen el resto por medio de su invalorable aporte a la confusión general. De ahí que hoy se señalen dirigentes, cuadros y agrupaciones, ya como culpables de culpabilidad absoluta, ya como promesas y efímeros auspicios de una utópica salvación automática. Pero pasarán las elecciones y la política volverá a su relativa normalidad.

Los espacios políticos no son los únicos que chapotean en la confusión, el desconcierto y la inanidad. Ni su caso es el más grave, en tanto su incidencia en la vida cotidiana, por esporádica, resulta menor. Con las (mal) llamadas organizaciones sociales pasa otro tanto y la ausencia de redes de contención, protección y articulación comunitaria no se debe única (ni principalmente) a las deficiencias estratégicas y conceptuales de las organizaciones políticas.

Pero donde más duramente golpea esta ausencia de “diagnóstico” y “prescripción” es en el movimiento obrero, si es que tal cosa existe. Una suma de sindicatos, por más fuertes que sean (y no es este el caso) no constituye un movimiento obrero: hace falta un proyecto, un programa unitario de reformas sociales, una propuesta no sólo frente al gobierno o las entidades empresarias, sino ante el conjunto de la sociedad.

La mayor parte de los dirigentes gremiales están hoy muy lejos de eso, y varios pasos por detrás de los espacios políticos en los que, cuando menos, se está en disputa por el liderazgo, lo que no es poca cosa.

La situación no es nueva y en este intento oficialista de retorno hacia un lejano ayer, los sindicatos quedan atrapados entre los dilemas de otras épocas y un fenómeno novedoso: la desaparición del trabajo como organizador de la sociedad.

En este marco, en el que es sencillo personalizar responsabilidades, atribuir propósitos siniestros e imaginar conspiraciones, lo único más o menos razonable es el análisis y la reflexión. Los que se han llevado a cabo en épocas intelectualmente más fértiles no reemplazan la necesaria reflexión actual, pero a veces pueden orientarla o, al menos, inspirarla.

Un rubio peronista

En 1967, la editorial Sudestada dio a conocer un notable trabajo del sociólogo Roberto Carri. Con prólogo de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, llevaba por título: Sindicatos y poder en Argentina. Tras el prólogo y la debida introducción, un repaso a índice nos da una idea de las inquietudes, ambiciones y expectativas del trabajo:

La etapa peronista.
La Revolución Libertadora.
La etapa sindical (1958-1966).
La Revolución Argentina y la crisis del movimiento sindical.
Perspectivas para el movimiento nacional y el sindicalismo en la situación política actual.

Ya fuera por los prologuistas –para los chuscos activistas de algunos sectores del peronismo revolucionario, tenidos como “Rómulo y Remo”, por haber sido abogados de la UOM y, en consecuencia, “alimentarse de la loba”– o por no caer en la simplificación y el anatema fácil –la crítica a la “burocracia sindical” ya era antigua entonces–, muchos despistados miraron el trabajo de Carri como “influenciado por el vandorismo”.

En uno de sus capítulos, Sindicatos y poder analiza las protestas gremiales de 1963, y muy especialmente, la formidable huelga metalúrgica de ese año que, por sus consideraciones, nos parece de suma actualidad, particularmente en cuanto a la problemática que enfrentaba el movimiento obrero y la paradójica situación a la que lo arrastraba la lucha por el salario y la ausencia del proyecto o programa a que hacíamos referencia anteriormente.

Y dice Carri

“En 1963 hubo un conflicto gremial de mucha importancia, provocado por razones exclusivamente salariales. Nos referimos a la huelga metalúrgica que duró alrededor de un mes. Esta huelga, realizada en el mes de julio, tenía como motivo principal la demora de la patronal en firmar el nuevo convenio colectivo.

”En el gremio metalúrgico había más de 50 mil desocupados y el salario real estaba entre un 30 y un 40% por debajo de los salarios reales de la rama en 1948. Esta es la situación del gremio cuando comienza la discusión del convenio. Las empresas afectadas por la crisis se ven obligadas a disminuir la producción, excusa que les viene de perillas para despedir obreros. Decimos que es una excusa puesto que, reanudada la producción normal de la industria, ésta no contrata mano de obra nueva ni vuelve a tomar a los obreros despedidos, en razón de que en el trienio 1959/61 las fábricas se han reequipado con nueva maquinaria, que les permite mantener y superar los niveles de producción anteriores, con menos personal y acentuando la productividad del trabajo obrero.

”En la situación de crisis en que se movía la industria, el sindicato centró la discusión con la patronal en el problema de los salarios, dejando en segundo plano el de los desocupados; por otra parte, aceptó las imposiciones de la patronal acerca del aumento de la productividad y la racionalización de las actividades en las fábricas.

”La beneficiada de este proceso fue la gran industria metalúrgica. Menos obreros, mayor productividad y mayor control sobre los trabajadores a cambio de un aumento de los salarios.

La pequeña y la mediana empresa no se favorece con la nueva situación, sino que sale perjudicada por el convenio. Ellos luchaban por el mantenimiento de bajos salarios. Realmente la pequeña empresa había sufrido las consecuencias de la crisis y despedir obreros a cambio del aumento no es un negocio para ellas puesto que tienen bastante pocos trabajadores por unidad. Aumentar la productividad en la pequeña industria se hace casi exclusivamente sobre la base del esfuerzo físico y era previsible que los obreros no aceptaran. Al no renovar maquinaria debido a su debilidad económica, tampoco se aprovechaba de esta cláusula del convenio. El aumento del control y la racionalización no tiene ningún significado en la pequeña industria, puesto que el patrón generalmente trabaja en la fábrica cerca de sus obreros.

”Este ejemplo es sólo uno de una tendencia generalizada en la industria argentina, y es que los monopolios controlan cada vez en mayor grado los resortes del poder económico y político, mientras la pequeña y mediana empresa se convierte en una rémora y no se encuentra en condiciones de hacer retroceder el proceso de concentración del poder y el capital en manos de los monopolios. Por otra parte, el movimiento sindical en general no se adecua en su estrategia puramente gremialista a los cambios que se producen en la estructura productiva. Tener la responsabilidad de conducir políticamente a las clases trabajadoras del país produce una desatención relativa de los problemas estrictamente gremiales y los dirigentes no responden correctamente a las necesidades económicas de los obreros. Luchar exclusivamente por el aumento de los salarios es correcto en una época donde la ocupación aumenta masivamente, a un ritmo que iguale o supere los cambios demográficos que se operan en la zona de influencia de la industria, como sucedió en la época 35/45 y en el primer gobierno de Perón. Pero cuando los monopolios controlan el mercado de la industria, esta lucha tiene que acompañarse con la lucha contra la desocupación; este aspecto de la lucha sindical se introdujo en la estrategia de los sindicatos después de la crisis 1962/63, con la defensa y fortalecimiento de las comisiones internas de fábrica que deben incidir en la organización y reglamentación de las actividades en las mismas y con la defensa del ritmo de trabajo del obrero. Desenmascarando al mismo tiempo la naturaleza de los monopolios e introduciendo la política directamente al ámbito de las relaciones obrero-patronales, y no manteniéndola separada como ocurre entre nosotros”.

Pan con manteca

La década kirchnerista supuso un casi incesante aumento de la industria y la ocupación. Seis millones de nuevos puestos de trabajo no son una tontería ni cosa de todos los días. De acuerdo al enfoque de Carri, la lucha por el salario en que se centraron la mayoría de los sindicatos, habría sido una estrategia correcta. De alguna manera –de alguna relativa manera– lo fue: la creciente ocupación, la presión sindical y el apoyo gubernamental elevaron el salario real de los trabajadores registrados hasta un punto tal que el principal reclamo de los gremios terminó centrándose en el mal llamado “impuesto a las ganancias” que, a su modo de ver, reducía  el salario de los trabajadores de mayores ingresos.

No es materia de este artículo la tozudez con que el gobierno de entonces defendió un recurso que podría haber reemplazado por otros, o modificado, tanto en su esencia como en su modo de aplicación, pero su mención vale porque su resultado fue reafirmar a los sindicatos en un reclamo moralmente discutible y estratégicamente erróneo: siempre siguiendo el razonamiento de Carri, si bien la desocupación descendía vertiginosamente, la estrategia sindical de incrementar el ingreso real de los asalariados no podía ser correcta mientras cerca del 45 % de los trabajadores estuvieran precarizados. Carentes de salario registrado, de obra social sindical, de adecuados aportes previsionales, no amparados por ningún convenio, el 45 % de los trabajadores eran ajenos a las conquistas sindicales, de las que recibían poco o ningún beneficio. Fue, de alguna manera, la adaptación de la teoría del derrame al mundo del trabajo, y la profundización de las diferencias sociales y económicas al interior del propio movimiento obrero, en tanto por movimiento obrero entendamos la expresión organizada de la clase trabajadora.

Aquel error estratégico de la UOM que describía Carri se generalizó durante la última década, trasladándose a la práctica totalidad de las entidades gremiales, para las que la clase trabajadora quedó reducida a la suma de los empleados registrados de cada sector. Aun no habiéndose todavía manifestado en todo su alcance y dimensión, las consecuencias de este error son devastadoras: la dirigencia gremial no sólo no procuró evitar sino que colaboró activamente con la profundización de la brecha económica y social dentro de la propia clase trabajadora. Presentada como consecuencia “natural” de un nuevo modelo productivo y no enfrentada por los sindicatos (a riesgo de ser reiterativos, unánimemente empeñados en la defensa del salario registrado), quebró el núcleo esencial, el cimiento sobre el que se construye la más elemental acción sindical: la solidaridad.

¿El resultado?

Si por un lado, el desinterés por los trabajadores precarizados y desocupados, estableció una distancia insalvable entre la dirigencia y la mitad de la masa trabajadora, la ruptura de la solidaridad separa crecientemente a esa dirigencia de los registrados a los que defendió preferentemente ya que, sin esa identidad y destino común nutridos de esa ya desaparecida solidaridad, no hay gremios ni sindicatos ni organización humana posible.

Pero si ya desde hacía tiempo la dirigencia gremial venía en falsa escuadra, sin poder ubicarse ante los cambios estructurales provocados a medias por los monopolios trasnacionales y a medias por el propio desarrollo del capitalismo financiero, las nuevas reglas que el mundo de los negocios intenta imponer en la sociedad tras la derrota electoral del FPV en el 2015, llevan a las conducciones sindicales a incurrir en el segundo error que apuntaba Carri: la despolitización.

La actividad gremial centrada en la conservación y hasta incremento del poder adquisitivo del salario que Lucio Garzón Maceda llama “sindicalismo de pan con manteca” tiene razonabilidad, como dice Carri, en épocas en las que la generación de empleo supera el ritmo del crecimiento demográfico, pero es muy desaconsejable en tiempos de ajuste y retracción, cuando el destino de los trabajadores está íntimamente ligado a la fortuna de proyectos políticos fundados en la justicia o, cuando menos, cierta equidad social. Es entonces cuando desconectar la acción gremial de las luchas políticas, así como resignarse a la existencia de una clase de subhombres de vida, derechos y trabajos precarizados, no sólo es contraproducente, sino también suicida, sino para la clase, seguramente sí para las dirigencias gremiales.