Fue el lunes 24 cuando las vi por primera vez. Justo un 24 de marzo. Justo éste 24 de marzo, cuando la consigna de convocatoria a la manifestación –Democracia o corporaciones- empieza a darle cabal dimensión al golpe, donde lo uniformado, las órdenes civiles, la participación judicial y eclesiástica y la guerra aparecen con claridad como parte de un mismo todo, divisible sólo –ya a esta altura lo sabemos bien- para quienes se resisten a salir de sus escondites y perder el privilegio que les da el anonimato.

Yo no sabía de su existencia. Corrijo: conocía la frase a la perfección; la había visto escrita cientos de veces. Pero no tenía la más remota idea de que esa consigna estaba en los primeros lugares de la lista de deseos militantes de los pibes jovencitos de hoy que copan la calle, la parada y se yerguen como potencial trinchera de resistencia ante otros que se niegan, ya no sólo a ser invisibles sino a que lo construido se naturalice. Ante esos que batallan para quela AUHno se vuelva el aguinaldo; para que el Estado interventor y motorizante no sea tan habitual como gozar del derecho a vacaciones; para que las paritarias no se instalen como algo corriente como es la jornada de 8 horas. Es decir, para que los derechos conquistados sean lo obvio y que todo vuelva a ser puestos en discusión.

Esas dos pibas formaban parte de ese ejército de esperanzas que cuando uno los ve siento un poco menos de escepticismo frente al interrogante de qué pasará cuando ya haya pasado esto que nos pasa ahora.

Ellas no pasaban los 20 y llevaban puestas, las dos, remeras exactas: la prenda de un color celeste rabioso –recién estrenadas, era obvio; primera puesta- y en letras blancas de imprenta mayúscula, la inscripción: “Fuera ingleses de Malvinas”. Y debajo de las letras, las islas. En blanco, esas dos figuras que han formado parte de tantos sueños y tantas pesadillas argentinas.

Me shockeó. Fue un encuentro de altísimo impacto. No porque no supiese que si algo tiene la argentinidad es el ideal de que esos dos pedazos de tierra vuelvan a vestirse de celeste y blanco; no porque no conociera que la mayoría sentimos el cuchillo entre los dientes cuando vemos a los Cameron, a las Thatcher y a los Blair tocar el “temita” de la soberanía y no porque no estuviera al tanto de cuánto no deportivo implica aún hoy el gol de Diego a los ingleses… Los… Los goles. Los dos. Porque uno no se cansa de ver ese en que esquiva a 5. Y uno, si es honesto y lo suficientemente maradoniano, debe reconocer que –a veces- más nos gusta, sobre todo a partir de que tuvimos la confirmación de la mano. Disculpen los políticamente correctos y los hiper fair play: los buenos muy buenos y los malos muy malos nunca ni fueron de mi agrado, ni me creí del todo su existencia real.

Bueno, les iba diciendo: me conmocionó. El gol, sí. Pero hablaba de las chicas.

A los que somos sub cincuenta –y aunque seamos maradonianos como para pensar que esos dos goles hacían a las islas más Malvinas y menos Falklands – la reivindicación tan expuesta y tan a los gritos de la soberanía sobre el archipiélago siempre nos dio un tantín facho. Nos sonaba a manifestación sin pero. Sin el pero de la guerra; sin el pero de los maltratos argentinos a los soldados; sin el pero del andarivel mesiánico; sin el pero de que a esa derrota militar le debemos gran parte de nuestra democracia; y sobre todo sin el pero de la dictadura.

Éstas que vi, las de las chicas que no pasaban los 20 pero que estaban ahí sin pasar de nada y precisamente porque nos pasa lo que nos está pasando eran, vamos a decirlo así, remeras sin pero, sin culpa, sin notas al pie. “Las Malvinas son argentinas, así que fuera ingleses de mi territorio”. Sencillito, Claro. Sin vueltas. Pero extrañísimo. Ajeno por completo para quienes quisimos levantar un poco la voz con el himno y nos mandaron a casita porque el nacionalismo a ultranza le pudo torcer el brazo al primer presidente de la democracia nueva y el liberalismo volvió a posarse en el sentido dominante.

Eran remeras que ponían indiscutiblemente de manifiesto, con una brutalidad desacostumbrada la distancia entre uno y otro momento de nuestro país; el abismo entre una Argentina y otra; el océano que separa aquella lógica dominante del sentir popular actual. Pocas veces me había ocurrido que de modo tan carnal además de cerebral, un concepto tan caro a mi vida universitaria y a las teorías de la Comunicación, me recorriera entera. La resignificación se me hizo materialidad.

Hay  tesis propias de nuestra disciplina, que cruzan psicoanálisis, historia y retórica y que le ponen exquisitez y detalle al significado de esa palabra. Pero en un lenguaje sencillo, resignificar es reinterpretar una situación tradicional, reconocida por casi todos, y hacer que adquiera un nuevo valor interpretativo, otro sentido, por, por  ejemplo, condicionamientos de un cambio de contexto.

Exacto. Matemático. Perfecto. De precisión quirúrgica.

Los clase 62 y 63, con el pecho hinchado por haber intentado extender los límites de la patria, obligados a revisar su amor por la bandera porque habían sido partícipes de la falsa patriada de un ejército pro yanqui; la generación siguiente (yo entre ella) exigidos por convicción y por historia precedente a sospechar de todo aquello que viniera vestido de celeste y blanco porque detrás venían las botas asesinas; y los de treinta y pico, moldeados bajo el cinismo de los noventas, burlones ante el mismísimo concepto de patria, no estamos acostumbrados a eso. Las ellos y los ellos que pasan caminando como si sus camisetas fuesen lo más natural del mundo parece que sí. Las dos pibitas de veinte, llevaban orgullosas sobre su piel la inscripción que, sin contexto resignificado, las hubiera llevado en otro momento, directo por el camino del fascismo nacional.

El pibe Trosko, ese persona/personaje de las redes sociales (y ya de los libros) escribió hace poco “Yo me banqué la democracia” y con su acidez y su humor oscuro de costumbre, dijo: “El corralito, el dopping positivo de Maradona, la visita de Fernando De la Rúa al programa de Tinelli, la presidencia de Fernando De la Rúa, Fernando De la Rúa, El 0-4 con Alemania, el 1-6 con Bolivia, el reality show de Jorge Mangeri, la muerte de Ricardo Fort, la vida de Ricardo Forster, diciembre del 2001, el 1 a 1, el Pacto de Olivos, Once, Castelar, el encarcelamiento de Camila Speziale, el motín en el penal de Sierra Chica, el penal de Sensini, los Premios Tato y los saqueos: todos sucesos acontecidos en Democracia. ¿Y si probamos un tiempito con la dictadura del proletariado?”.

El texto apareció en público el 11 de diciembre de 2013, o sea, a 30 años de la recuperación institucional. Me quedé pensando –era inevitable- en la intensidad de esos hechos. Cada uno es como un puñal, en costados más o menos frívolos, más o menos superficiales, más o menos urgentes de los dolores de la patria. Pero hay uno que parece liviano, ligth. Porque si algo pudo este otro persona/personaje es instalar que su mayor daño es haber sido aburrido. No represor, no ultraliberal en lo económico, no cercenador de derechos; aburrido. “La visita de Fernando De la Rúa al programa de Tinelli, la presidencia de Fernando De la Rúa, Fernando De la Rúa”.

Fernando De la Rúa tomó varias decisiones. Pocas aceptables. Casi ninguna a favor de las mayorías. Pero hubo una, en marzo de 2001, que celebré. Casi en soledad. Porque la mirada políticamente correcta de ese tiempo cuestionó con intensidad por haber sido dispuesta con el telón de fondo de la impunidad –otra vez- hacia los uniformados del genocidio. Se trataba del cambio del feriado del 10 de junio al 2 de abril. Inamovible, encima. Y por Malvinas.

Decía la crónica de Página 12 de esos días: “El 2 de abril volverá a ser feriado inamovible, como durante la última dictadura. La elección de esa fecha no es azarosa, ni sólo fruto de una ley del Congreso. Durante su gestión al frente del Ministerio de Defensa, Ricardo López Murphy en representación de las Fuerzas Armadas acordó con el Presidente Fernando de la Rúa ´elevar el rango del tema de las Islas Malvinas´ como una forma de compensar el impacto del repudio a los 25 años del golpe de Estado. El resultado fue la anulación del feriado del 10 de junio a cambio de la conmemoración del día en que las tropas argentinas desembarcaron en Malvinas, en 1982. (…)

“Una norma dictada el 28 de marzo de 1983 por el presidente de facto Reynaldo Benito Bignone, establecía al 2 de abril como ´Día de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur”. Al año siguiente, poco después de asumir, el ex presidente Raúl Alfonsín derogó aquella disposición que, interpretó, reivindicaba las acciones de la dictadura. ´Memora un hecho cuya celebración resulta incongruente con los sentimientos que evoca´, señalaba el decreto presidencial de anulación. Y disponía también que volviera a ser feriado el 10 de junio, ya que ese día en 1833 Luis Vernet había sido nombrado gobernador de Malvinas. Se lo llamó ´Día de la afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Malvinas e Islas del Atlántico Sur´.

El día del desembarco en Malvinas dispuesto por Galtieri no sólo vuelve a ser ahora feriado nacional, sino que entra en el grupo de los llamados ´inamovibles´. Es decir, junto con el 25 de mayo y el 17 de agosto, el 2 de abril pasa a ser una de las tres fechas patrias consideradas como más importantes. Esta vez con la denominación de ´Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas´”.

Era imposible no estar más de acuerdo con la perspectiva del diario. Pero, vaya a uno a saber por qué, yo le tuve fe a la modificación. No por delarruista, Dios no lo permita, sino tal vez por exceso de psicoanálisis y por la trosqueada nuestra de cada día. Esa mezcla de sacar todos los fantasmas con el cuanto-peor-estemos mejor- saldrán nuestras verdades hizo que lo celebrara en la intimidad y que les propusiera a mis estudiantes de la Facultad hacer un trabajo especial sobre Malvinas. Debían leer Los Pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, y Malvinas, la trama de secreta, de Eduardo Van der Kooy, Ricardo Kirshbaum y de uno de los mejores tres periodistas que ha dado la Argentina: el querido y admirado Oscar Raúl Cardoso. Les expliqué la consigna mientras les entregaba a cada uno una copia impresa de los detalles del ejercicio. Sólo recibí caras de asombro, cierto fastidio e incredulidad frente al tema elegido. No podía hacerme entender acerca de lo que pensaba podía llegar a provocar ese mínimo gesto de cambio de feriado en otro contexto. Yo estaba fuera de época aún. Faltaba resignificación.

Y vino otro contexto porque vino otra política. Y algunos de que los antes se vestían de políticamente correctos dijeron que era lo mismo una presidenta constitucional que el Galtieri de uniforme tomando decisiones de facto en un gobierno ídem. Y la antes luminaria de la intelectualidad local desbarrancó al poner –junto con otros que firmaron a favor de Gran Bretaña sólo por oponerse al gobierno nacional- en primer plano a los kelpers y pasar de largo de reclamos que vienen desde 1833.

“La analogía de este tramo del pleito por las Malvinas con recorridos anteriores resulta inevitable. El más cercano, el más trágico, remonta a la guerra que en 1982 se desató entre la Argentina y Gran Bretaña (…) Sucede como sucedió en las vísperas de 1982, que tanto en la Argentina como en Gran Bretaña, existen ahora gobiernos que atraviesan enormes dificultades políticas. (…) Los Kirchner jugarán su proyecto en el 2011. (…) La dictadura que, entonces, comandaba el general Lepoldo Galtieri utilizó la escalada por las Malvinas para dar un golpe de timón e intentar salvar a un régimen que naufragaba. (…) Así como Thatcher se cruzó con la alocada impronta de la dictadura, Brown pareciera tener delante a una pareja presidencial, los Kirchner, que también intentan perdurar en el poder pero que han perdido el favor de la sociedad. (…) Si los Kirchner intentaran ocultar esa realidad con este pleito de Malvinas, estarían incurriendo en un gesto tan desesperado como vano”.

La barbaridad del columnista de Clarín es antológica: sugerir siquiera la comparación da asco. Y risa provoca el pronóstico. 54% es la respuesta ante el disparate; uno similar al de la intelectual vuelta vocera que no ahorró adjetivos: “Fetichismo y ceguera en Argentina”, tituló. “Cuando se reivindican las Malvinas se pasan por alto cuestiones nacionales más urgentes”, indicó. “Vivimos en el siglo XXI y ya no es posible pensar que una población puede ser objeto simple de decisiones ajenas. Los isleños son sujetos de derecho”, afirmó.

A ellos no es que les faltara resignificación. Simplemente carecen de brújula.

Porque lo que no entendieron es que algo pasó. Algo cambió. Algo se transformó. Algo viró.

Así como durante casi veinte años la Argentina tuvo que esconder Malvinas para poder digerir su dictadura, en la última década tuvo lugar un fascinante proceso de organización de nuestra propia historia reciente: pudimos unir, juntar la dictadura con Malvinas para poder separarlas; comprender cuánto de lo mismo -torturas en las islas como parte del plan sistemático del continente-  hubo en estos sucesos que deben considerarse en gran medida muy por separado.

Algo cambió. Algo se transformó. Algo viró. Y aparecen estas remeras en su corazón.

Esas dos pibas, que pasaban con sus camisetas porque pasa lo que pasa, estaban en ese fundamental y urgente ejercicio de resignificar. Pudieron porque hubo unión para poder desanudar. Hubo amalgama para poder desenredar.

Pensar a las órdenes con el frío; al mando, con los intentos de pactos de silencio; a los soldados estaqueados, con los centros de detención y exterminio; a los medios callados con el “estamos ganando”. Y ver cómo se trasladó la colimba a las islas: la denigración como metodología.

Por eso “Malvinas: democracia y soberanía” en la línea de “Memoria, verdad y justicia”.

Porque hay que resignificar. Para recuperarnos y recuperarlas, pero sobre todo para perder el miedo y poder hablar.