Les gusta o no les guste a mis amigos, el discurso de López Obrador fue (es) un “discurso yrigoyenista” de alcance casi universal: se trata de regenerar la moral de una nación, lo cual equivale a decir, de los seres humanos que viven en ese espacio geográfico y político.

Es un discurso de una potencia inusitada, especialmente proviniendo de un hombre que es tal y cómo es y parece que es (que, además, y para quienes simplifican y berretizan las cosas, las discusiones y los conceptos) un protestante evangelista –ignoro si adherente a la iglesia pentecostal, como lo fue nuestro admirado Leopoldo Marechal, dicho sea de paso y para ilustración de más de un par de grébanos.

Y que así vive, porque así es AMLO, tal como son muchos (no porque finja), y que así ha vivido a lo largo de más de 40 años de vida política, porque López Obrador ni es ni pretende ser un hombre que provenga de fuera de la política. Y esto no es un detalle: reivindicó la política, en tanto la política es idea, es proyecto, pero también es conducta. Y es (y tantos zonzos de los nuestros ningunean el concepto) ética, que es colectiva pero que para ser colectiva, para existir como colectiva, necesita previamente ser individual. Es decir, ser moral.

Mis compañeros peronistas y neoperonistas (no en el sentido de no peronistas ¡válgame Dios! sino en el de peronistas recienvenidos) se fastidiarán conmigo, pero estoy profundamente convencido (confundido tal vez, pero igualmente muy convencido) de que, hoy por hoy, el punto de partida de la reconstrucción nacional argentina no puede ser Perón (con lo importante que resulta para muchos de nosotros) sino Yrigoyen.

A ver si me explico: más allá de comunidades organizadas, actualizaciones políticas y doctrinarias y modelos argentinos, sin una conducta, sin una moral, sin una ética (si les gusta esa palabrita que a mí personalmente me disgusta, tal como a quienes les disgusta que se olvide la moral, que no es de muchos sino de uno, de uno mismo), decíamos, sin esa moral, no existe ninguna ideología que tenga valor ni sentido, porque  sin esos requisitos no existirá quien pueda o sepa encarnarlas.

De manera que, compañeros, que animados de las mejores intenciones ningunean las apelaciones a la moral y la lucha contra la corrupción como si sólo se tratara de estrategias del enemigo (que muchas, la mayoría de las veces lo son) o huevadas de un supuesto "progresismo", entiendan que una fuerza regeneradora de la moral nacional, revolucionaria si quieren, sólo puede triunfar o imponerse si está fundada en un profundo sentido ético y moral.

¡Sin ética ni moral no hay nada!, no sé si se entiende, porque no habrá quién tenga el temple de llevar adelante lo que pensamos que debe ser.

Y si por acaso algún distraído lo tilde a uno de liberal, pequebú o progresista, pues liberal, pequebú o progresita será uno si de promover la ética y la moral revolucionaria se trata. Y si se entiende que, para empezar, esa ética empieza por casa.

De ahí en más, de esa moral individual y esa ética política, puede que nos equivoquemos, pero sin ese “ahí”, no existe ni existirá nada por lo que valga la pena pelear o vivir .

Así como el pescado se empieza a pudrir por la cabeza, tal como dijo AMLO, las escaleras de barren de arriba para abajo.

Y el que no lo entienda, que siga en el menemismo mental, que es el auténtico mal de nuestro país, del que parece que muchos no somos capaces de terminar de salir amparándonos en nuestra afición a la realpolitik de barrio.