“Grandulón sin ternura ni oficio, que cumplís penitencias de todos en la gran ciudad”, describe al Obelisco Hipólito Torres en el tango que le grabara su hija Gabriela en 1998. El monumento más representativo de la Ciudad de Buenos Aires se erige allí donde alguna vez fue izada en 1812 y por primera vez la bandera argentina, cuando la Plaza de República era la iglesia San Nicolás di Bari, que después fuera demolida para trazar la 9 de Julio (y su posterior Metrobus).

El Obelisco fue levantado en un mes por la empresa Siemens -oh la patria contratista- allí por 1936, para celebrar los 4 siglos de la primera fundación de la ciudad de los buenos ayres. Entre gallos y medianoche se decidió su construcción, en lugar de un Hipólito Yrigoyen de piedra, que, como solía ocurrir en aquellos años, se llevó la vida de uno de los 157 obreros que lo levantaron, José Cosentino, italiano y obrero. La mole de cemento de 67,5 metros de alto fue instantáneamente abominada por los porteños generando todo tipo de polémicas hasta la decisión mayoritaria de tirarlo abajo del Concejo Deliberante en una votación de 23 a 3, 3 años después. Inexplicablemente el entonces intendente Arturo Goyeneche decidió vetar la ordenanza, por suerte, y el resto es historia.

Con la sucesión de los años, siempre de a uno, el monumento, diseñado por el arquitecto racionalista tucumano Alberto Prebisch, ideólogo entre otros del teatro Gran Rex y el cine Atlas Lavalle, a metros del Obelisco nomás, ambos, se convirtió en referencia obligada de la porteñidad y por qué no de la argentinidad toda siendo que somos un país centralista y que el Obelisco es una representación fálica bastante poco metafórica, y que, allí, a su alrededor, se celebran todo tipo de acontecimientos y logros deportivos. Obelisco, locura, epicentro de todo tipo de protestas seculares, también.

Artesanos, campañas, linyeras, turistas, encuestas, móviles, parejas, estudiantes, clubes de fans se nuclean todo el tiempo en alguno de los dos testículos de la plaza, circundada de escudos provinciales, representando el falso federalismo de la republica del País Pito. No es casualidad entonces que varias veces el Obelisco haya sido elegido para desplazar su significancia.

La última, y conversada, intervención fue la desaparición de su punta, la punta del obelisco, mítico sitio lejano, equivalente en altura al más llano “donde caga el conde”. Lugar a donde nos mandan generalmente de una patada en el culo, desde que somos chicos, cuando nos portamos mal. Punta que “apareciera” mágicamente en la escalinata del Malba. Todo esto se explica en una genial acción de marketing del genial artista Leandro Erlich, que expone junto a la colección permanente de Eduardo Constantini ahí donde empieza Barrio Parque, por estos días.

Pero antes fue pintado con los colores de Alemania y Argentina para celebrar la bilateralidad comercial entre países, o intrusado por Greenpeace para colgar la bandera de “¡salven el clima!” (?), o violentado por un puñado de grafiteros y una decena de pseudosuicidas, o encapuchado en látex para concientizar en el uso de preservativos para la lucha contra el sida, o durante la presidencia de Isabel Martínez, en 1974, anillado dentro de la tan nefasta como inexplicable frase “El Silencio es Salud”.

También es recordada la escena de Pizza, Birra y Faso, película maravillosa de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano en la que unos excluidos del sistema comen pizza Ugi’s, fuerzan y recorren el interior espiral de la escalera.

Un poema de Baldomero Fernández Moreno, garabateado en una servilleta, quedó grabado literalmente en uno de sus lados: “¿Dónde tenía la ciudad guardada / esta espada de plata refulgente / desenvainada repentinamente / y a los cielos azules asestada?” La otra mirada posible, al otro lado del monumento, podría ser la que describe Hipólito y canta Gabriela Torres en su recomendadísimo disco Círculos de Fuego: “¡Parecés un payaso, Obelisco / empolvado en el centro del circo!”.