La resistencia de los muy, muy ricos al “Aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia” es una muestra evidente de que nada puede tocar la conciencia de quienes no están dispuestos a desprenderse ni de una parte ínfima de su fortuna. Pero ello no nos puede sorprender dado el carácter en  muchos casos dudoso de sus patrimonios y el uso de todo tipo de triquiñuelas para no pagar impuestos, eliminar competencias y/o aprovechar cualquier ventaja que el Estado pueda darles. Lo que sí es sorprendente es el apoyo declarado o implícito de parte de la población.

Hubo manifestaciones más o menos numerosas bajo consignas como “Todos somos Nisman” identificándose con un fiscal que utilizó durante años los dineros del Estado para llevar una vida rumbosa pero no para adelantar mínimamente el esclarecimiento del atentado a la Amia, la tarea que se le había encomendado, y terminó haciendo una descabellada acusación al gobierno.

También se marchó declarando “Todos somos Vicentín” apoyando a un grupo de estafadores que defraudaron al Estado, a entidades bancarias nacionales y extranjeras, a productores y trabajadores. En ambos caso el argumento que se esgrimió fue la defensa irrestricta del derecho a la propiedad privada por sobre cualquier otra consideración. Quien lo puso en su justa dimensión fue el papa Francisco que en la encíclica Fratelli Tutti expresa “El derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados”¸ aún es más explícito cuando cita a San Juan Crisóstomo quien dice: «no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»  

Sin embargo no vimos una manifestación con la consigna “Todos somos Paolo Rocca” quien como muchos otros multimillonarios demostró su codicia e insensibilidad. Parecería lógico diferenciarse claramente de ese grupo de multimillonarios, no comulgar con quienes teniendo todo no tienen un gesto de ayuda hacia los que no tienen nada y se permiten exigirle (por suerte hasta ahora sin éxito) al gobierno el curso que deben seguir las políticas económicas y sociales .

Está claro que los muy, muy ricos, en el mejor de los casos estarían dispuestos a hacer algo que contribuya al crecimiento económico (siempre que aumenten sus ganancias) pero nunca algo que tienda a reducir la desigualdad.

La mayoría de los que se manifiestan en contra del aporte a las grandes fortunas están lejos de ser alcanzados por el mismo, lo que pone en evidencia que la asimétrica distribución de recursos pasa también por la cultura imperante. Las desigualdades son producidas por medio de procesos simbólicos que comienzan con la clasificación de las personas en grupos: hombres/mujeres, nativos/extranjeros, cultos/incultos, blancos/negros. Cabe señalar que estas clasificaciones son convencionales, los grupos no se clasifican sino que son clasificados. El siguiente paso es categorizarlos, un grupo es superior a otro: los hombres fueron considerados superiores a las mujeres y recién hace relativamente poco que ello se está cuestionando. Los nativos sobre los extranjeros especialmente si provienen de países vecinos (Pichetto puede dar sobradas pruebas de ésto), los que acceden a niveles superiores de formación sobre los que no cursaron esos estratos, los blancos sobre los negros. Los negros son un caso particularmente extraño: por un lado el apelativo “negro” suele ser usado como sobrenombre no peyorativo y por otra parte es un apelativo despreciativo aplicado a personas que no están en el círculo apreciado aunque no se corresponda con el color de su piel.

Estas categorías utilizadas por los que detectan el poder generan desigualdades persistentes porque “justifican” la explotación y obturan las oportunidades de los negativamente categorizados.

Quienes se autoincluyen en las categorías superiores se asignan valores de pureza y entienden que sus privilegios provienen de designios divinos, de cualidades especiales que poseen o son fruto exclusivo de sus méritos. Los que pertenecen a otros grupos son calificados de diferentes y se crea una distancia afectiva y cultural que hace tolerable la desigualdad. Los migrantes suelen ser objeto de restricciones de los derechos humanos, sociales y laborales en la medida en que son considerados diferentes. Cuanto más diferente es considerado un grupo más se legitima su explotación y más se naturaliza la desigualdad que es considerada como normal e inevitable. Esa cultura es transmitida a las clases desposeídas y a los países periféricos.

Por supuesto que es válido y posible salir de esta encerrona cultural. El ejemplo más claro es el de las mujeres. No hace demasiado tiempo se consideraba justo y natural que las mujeres no tuvieran derechos políticos, no dispusieran de sus bienes, que su destino natural fuera que se dedicaran exclusivamente a las tareas de mantenimiento del hogar y al cuidado de niños  y ancianos, pero la lucha persistente contra esa opresión está revirtiendo el proceso y destruyendo esa cultura.