El mundo desarrollado después de tres décadas de neoliberalismo ve, entre sorprendido y estupefacto, el surgimiento de fuerzas antidemocráticas.   

Donald Trump en Estados Unidos proclamando “Make America Great Again”, Le Pen en Francia enarbolando “Francia para los franceses”, “Nuestra cultura, nuestro hogar, nuestra Alemania” vociferado por la extrema derecha alemana, “Polonia pura, Polonia blanca”, slogan del partido de la Ley y la Justicia, “Que Suecia siga siendo sueca” agitado por movimientos antidemocráticos en Escandinavia, “Volver a tomar el control” frase para imponer el Brexit en Inglaterra son muestras de que la intolerancia, el racismo y la discriminación ya están instalados con fuerza.

Pero la realidad es que este fenómeno no debiera sorprender porque el huevo de la serpiente antidemocrática estaba desde el inicio en el neoliberalismo, que no es una versión renovada del liberalismo económico sino una ideología que, compartiendo muchos de los principios del liberalismo clásico  abarca todos los aspectos de la vida.

Para el neoliberalismo la sociedad y lo social no existe. Lo expresó crudamente Margaret Thatcher “No existe tal cosa, solo conozco personas y familias”. La derecha neoliberal acusa a los movimientos progresistas de interferir en los mercados y socavar la libertad con sus demandas de justicia social, ampliación de derechos, leyes antidiscriminación, apoyo a la salud y a la educación pública.

Friedrich Hayek, uno de los inspiradores de esta filosofía postula que la búsqueda común de propósitos compartidos es una pantalla para el poder coercitivo del gobierno. Para él la moral tradicional y los mercados son los que espontáneamente procuran bienestar y evolución. Cualquier interferencia limita la libertad; la justicia social es contraria a la justicia, la libertad y el desarrollo asegurados por los mercados y la moral. De ello se deriva la aceptación de que se debe eliminar toda acción del Estado destinada a proteger a los más vulnerables. Una ley que establezca cupos para mujeres, minorías raciales, personas con discapacidades o persona trans es percibido como un cercenamiento inadmisible a la libertad individual, considerada como un derecho absoluto. La libertad así reclamada sin tener el mínimo respeto por los otros, sin pensar en las consecuencias sociales, ambientales o futuras se vuelve inexorablemente agresiva, intolerante y fuertemente antidemocrática. Es lo político en su totalidad lo que el neoliberalismo niega, los Estados deben deponer prácticamente todos sus poderes en aras de las finanzas internacionales, los mercados globalizados y los organismos supranacionales como el Fondo Monetario, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Para Hayek el gran error es el culto a la soberanía popular y la idea de que el poder esté en manos del pueblo y depositada en el Estado democrático es una amenaza a la libertad.

Otro de los ideólogos originarios del neoliberalismo es Milton Friedman, para quien el ejercicio del poder político, incluyendo el emanado de las mayorías populares, amenaza la libertad  civil y económica.              

Por otra parte décadas de empobrecimiento de las clase bajas y medias, traslados de los puestos de trabajo a países con salarios muy bajos y carencia de derechos laborales, aumento de carga impositiva para los pobres y reducción para los ricos, depreciación de las educación y la salud pública y reducción sistemática de las ayudas del Estado para los más necesitados generaron el caldo de cultivo para el odio y el descreimiento de las instituciones que se presentan con una falsa fachada democrática.

El neoliberalismo produjo este flujo de las democracias del llamado estado de bienestar hacia las muestras de intolerancia, racismo, religiosidad antilaicistas, y fuerte sentimiento antidemocrático en el mundo desarrollado.

En Latinoamérica el derrotero fue inverso, primero se impuso a sangre y fuego la antidemocracia que trajo en Chile en el año 1973 el primer ensayo de neoliberalismo de la mano de Pinochet. Después con Videla y Martínez de Hoz se profundizaron los niveles de violencia genocida y se destruyó una economía más próspera que la trasandina.

En Chile se perpetuó el modelo neoliberal hasta que estallaron las rebeliones populares que ni siguiera la pandemia pudo acallar. En nuestro país el camino fue más sinuoso, se instauró nuevamente con Menen y Cavallo hasta el que detonó en 2001.

Posteriormente volvió con un gobierno que, bajo el disfraz democrático formal, recurrió a un sinnúmero de prácticas antidemocráticas, empezando desde su campaña electoral plagada de falsas denuncias y promesas flagrantemente mentirosas. Durante el ejercicio del poder recurrió a la persecución judicial de los opositores, a la difamación y la calumnia mediática de quienes se enfrentaban a sus designios y al espionaje ilegal de propios y ajenos. Como si hiciera falta la frutilla del postre de todo este accionar antidemocrático se hace visible el apoyo político y material a través del envío de armas al golpe de estado perpetrado en Bolivia. El constante ataque al estatismo y al populismo también contribuía a la degradación del concepto de soberanía del pueblo; así como la exaltación de lo individual en detrimento del accionar colectivo era un ataque al genuino espíritu de la democracia.

No es de extrañar entonces que aparezcan personajes que en forma violenta esgrimen un supuesto derecho a su libertad individual aunque ello acarree un peligro social y un perjuicio a toda la comunidad.

Solo una reivindicación de la democracia como el gobierno del pueblo y para el pueblo con políticas que lo respalden nos salvará del neoliberalismo y sus compañeros que aparece siempre: la intolerancia, la violencia, el racismo, la misoginia, la persecución de los derechos de los vulnerables y las minorías.