La culpa es siempre un conflicto interior, un estado de tensión que acontece cuando se percibe que se transgredió una ley o mandato social, se perjudicó a un tercero o, y este es el que suele abrirse en las terapias psicoanalíticos, cuando la persona se traiciona a sí misma actuando en oposición a su deseo. William Blake escribió en el “Matrimonio del cielo y el inferno” una metáfora terrible pero muy gráfica, y nos señala que resulta “mejor matar a un niño en su cuna que alimentar deseos sin actuarlos”. Ahora qué tipo de actos concretamos y qué deseos buscamos realizar, nos va definiendo como sujetos.

   El sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene, genera, por sobre todo, ansiedad, angustia y remordimiento. Luego viene el camino de ver si se hace algo para calmar esas sensaciones.

   Cuando hablamos de un delito, aunque el delincuente no sea descubierto, si funciona su conciencia moral, que es como una vocecita interior que nos permite distinguir lo que está bien de lo que no, tarde o temprano sentirá el peso de la mala acción efectuada. Un claro ejemplo extraído de lo artístico, pero no tan alejado de la realidad, es la novela “Crimen y Castigo” de Dostoievski y la película “Delitos y faltas” de Woody Allen, donde los protagonistas cometen un crimen que en su momento consideraron justo y necesario, pero después la culpabilidad termina siendo una pesadilla que los persigue sin respiro y el muerto se les aparece hasta en la sopa.

   Asumir la culpa es tomar conciencia del daño causado. Y hay quienes entonces buscarán aliviar ese sentimiento de culpabilidad que los atormenta, confesando el delito o la trasgresión, cumpliendo una condena, resarciendo a la víctima o a sus familiares. Pero algunos fracasan en el intento y nada los libra del tormento interior, ni las instituciones jurídicas ni las religiones que cuentan con ciertos procedimientos que ayudan a expiar la culpa.

   Pero hay otro tipo de personalidades que, más allá de haber cometido un delito social, no sienten culpa alguna porque consideran que actuaron bien, acorde a la ley que les demarcó  su propio deseo. En grado extremo tenemos a los perversos, que no sólo disfrutan cuando trasgreden los mandatos socialmente establecidos sino que también gozan con el dolor que le causan a sus víctimas. Alguien puede reconocerse responsable, responder por el acto que cometió, asumir y pagar por las consecuencias causadas, pero aun así no sentir arrepentimiento al considerar que hizo lo que tenía que hacer, más allá de lo que determina la ley social.

   La sociedad, para su buen funcionamiento, necesita de leyes, de ordenamientos que delimiten el bien común por encima de los intereses personales. Está claro que no es así, que en estos tiempos priman los beneficios para individualidades y minorías ligadas al poder. Son tiempos perversos, donde no aparecen los delincuentes y de nadie es la culpa. En este desolador escenario, estamos a la deriva, naufragando por el mundo del “sálvese quien pueda”.