Si de lo complejo y duro que resulta el curso de una pandemia podríamos rescatar el valor del Cuidado de la vida, de la propia y de la ajena, por estos días asistimos al fracaso de esa enseñanza. De un lado Santiago “Morro” García y Alan Calabrese, dos jóvenes deportistas, representantes de quienes encuentran en el suicidio la única salida; y del otro, Úrsula Bahillo, otra mujer víctima de la violencia de género, de un femicidio que no deja de aumentar, una más a pesar de la lucha de ni una menos, una matemática perversa que continúa restando vidas. 

   La mente de un asesino y la de un suicida tienen algo en común: El desprecio de la vida. Pero aunque resulte obvio, debo aclarar que no es lo mismo despreciar la vida propia que la de los demás. El suicida ya no tiene proyectos que lo motiven a seguir con vida; los proyectos nos separan de la muerte, nos ilusionan con un camino a seguir. Entonces el suicida finalmente encuentra un último deseo: el deseo de morir. En cambio el femicida sí tiene proyectos de vida, el más cruel de todos los deseos, el de lastimar, primero, y el deseo de acabar con la vida de la mujer elegida, después. La violencia sostenida en el tiempo y seguida de muerte es el más grave de todos los delitos. Como un torturador, el femicida goza con el dolor ajeno. En contraste, el suicida sólo controla su vida y por lo tanto decide sobre ella. Y el femicida quiere controlar la vida de la mujer y decidir sobre ella; matarla termina siendo el control de todos los controles.

   La salud mental no se perturba de la noche a la mañana, ante una eventual descompensación ofrece signos que pueden ser registrados. Nadie decide matarse sin dar señales de una vida que empieza a desmoronarse. Y un femicida tampoco amanece con deseos de matar, viene ejerciendo diversas formas de violencia, hasta que decide asesinar. ¿Cómo impedir un suicidio? ¿Cómo detener la violencia de género y los femicidios? Uno, el suicido, es un acto privado. El otro, el femicidio, es de carácter público, de políticas de Estado y de la justicia, con minúscula, que sigue mostrando sus falencias. El suicidio, aunque sea una decisión singular, amerita de un trabajo de atención, de interpretación de los signos del sufriente que en algunos casos podrían evitar su muerte. Para eso debemos entrenarnos, salir del ombligo personal, y prestar atención a lo que sucede a nuestro alrededor. En la mayoría de los casos, como en el del ex jugador de Godoy Cruz, “Morro” García, y el rugbier Alan Calabrese, los eventuales suicidas ofrecen signos previos, avisos, pedidos de SOS, cambios actitudinales, síntomas compatibles con cuadros depresivos. Del mismo modo, Matías Ezequiel Martínez, el femicida, ya había dado sobrados motivos de ser un hombre violento, pero solo fue detenido cuando mató a Úrsula. “Me mandé una cagada”, dijo, según el relato de un tío al que le anticipó el femicidio. En la frase queda expresada la idea que tiene el femicida acerca de la mujer: mujer como desecho, como cosa, como mierda. No es lo mismo decir asesino que femicida. Si bien un femicida es un asesino, el femicidio es una categoría específica que condensa el peso de la historia, de las ideologías y de los consecuentes actos del machismo y del patriarcado, de la violencia masculina sobre la mujer. ¿Diversas denuncias no fueron suficientes para detener a Matías Ezequiel Martínez? ¿Se necesitaba que asesine a Úrsula? Una vez más, se llega tarde, y me pregunto, o mejor prefiero afirmar: hay muertes que se pueden evitar.

   Ojalá la pandemia no pase en vano por la historia. Que los sufrimientos no solo sean sufrimientos sino también fuentes de sabiduría. Que cuidar, cuidarnos, no resulte solamente un acto para no contagiarnos de coronavirus, sino algo mucho más profundo, que rescate la sensibilidad humana perdida, que nos enseñe a estar atentos y atentas para ayudar, para que ningún ser encuentre en la muerte el último recurso para el alivio de sus dolencias, y para que de una vez por todas nunca más un mujer sea víctima de la violencia machista.