15. El caso Richter

Limpiaba la mesa en la que acababan de sentarse el pensionista de doña Carmen y su amigo, un ruso que, según me fui enterando, era guarda de ómnibus, vivía más allá de Jonte y se pasaba el día metido en la biblioteca popular Ciencia y Labor. Desde el mostrador me llegaba la voz del diariero Miguel despotricando contra Eva María Ibarguren, alias María Eva Duarte, más conocida como Eva Perón.

–Un café y un té con limón –dijo el ruso.

–Pibe –gritó a mis espaldas el pensionista de doña Carmen, apenas me di vuelta para pasarle el pedido a mi tío–, en un ratito traeme un Cinzano.

¡Otra vez! Ahora habría que aguantar a Pablito Serún. La costumbre de ese tipo de tomar el vermú después del café indignaba a Pablito Serún.

–Ese Deisante istá loco, loco di la guerra. Teni que icharlo di acá, Radolfo.

Mi tío estaba demasiado pendiente del diariero Miguel como para prestarle mucha atención al húngaro o rumano.

El Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati rodeaban a Miguel, todos de pie junto al mostrador. El Mudo, como siempre, seguía prendido al teléfono.

–Era una fiera indomable –decía Miguel–, agresiva, espontánea, poco femenina. La naturaleza la había dotado de una cierta belleza física...

–Bueno, Miguel –interrumpió el Pelado–, que linda era, sin vueltas.

–¡Cuando la fortuna malhabida le permitió lucir joyas y vestidos esplendorosos! –Miguel hizo una pausa y adoptó un tono de moderación y concordia del estilo Ni vencedores ni vencidos– Es verdad que se desquitaba así de la propia miseria jamás olvidada, de sus frustraciones de artista inadvertida y sin porvenir, de la necesidad de vender su cuerpo para conseguir un papelito en la radio o, a veces, para pagar la pensión.

–Dicen que a Buenos Aires la trajo Magaldi –apuntó el Pelado.

–¡Si por lo menos hubiera venido con Gardel!

Carlitos Culacciati festejó ruidosamente la ocurrencia de su hermano Alberto. Nadie se sumó a sus risas.

Mi tío se acomodó la dentadura antes de hablar.

–La necesidad tiene cara de hereje.

–Muy bien dicho –aplaudió Miguel–. No hay que condenarla por eso.

Miré hacia la calle. El Packard del doctor Rofo acababa de doblar la esquina a gran velocidad y se detuvo ante la puerta de Lascano haciendo chirriar los frenos.

–Menos mal que se murió pronto –dijo el Pelado–, que si no...

–Es cierto que su muerte –repuso Miguel– evitó al país perturbaciones todavía más graves que las que se vivieron, pero esa fanática fue, al fin de cuentas, sólo un instrumento del Tirano.

El doctor Rofo entró como una tromba por la puerta de la ochava. Miguel le echó una mirada de alarma y se apresuró a hablar antes de que el doctor volviera a monopolizar la conversación.

–Eva Perón sirvió para crear el mito de Perón…

–¡Muy buenas tardes, caballeros! –saludó el doctor.

Varios le respondieron, mientras un cada vez más nervioso Miguel trataba de terminar su idea, cualquiera fuese.

–… y después, con apoyo de Perón, se creó el mito de Eva.

–Ya que lo menciona –acotó el doctor, que parecía haber captado el tema al vuelo, y si no había sido así, le daba lo mismo–, es notable observar cómo, en las clases que dictaba ante un público ignaro, ansioso de escuchar sus revelaciones, el Dictador siempre se abstuvo de mencionar la importancia de los mitos en la conducción política.

Miguel lo observó, boquiabierto. Se había quedado sin palabras.

–¿Qué clases? –preguntaban a coro Carlitos y Alberto Culacciati.

–Las clases de conducción política que dictaba en la Escuela Superior Peronista, en las que tampoco habló de sus oscuros métodos de dominación y represión.

–El mito de Eva –explicó Miguel, casi interrumpiendo al doctor– empezó con su “renunciamiento”…

Ni lerdo ni perezoso, al doctor agregó:

–Su obligado “renunciamiento”. Y se acentuó cuando el Parlamento, sometido y ya incurso en el delito de traición a la patria por el que la mayor parte de sus integrantes deberán ser condenados, la proclamó “Jefa Espiritual de la Nación”.

Como siguiendo un partido de tenis, las cabeza del Pelado, mi tío y Carlitos y Alberto Culacciati iban de Miguel al doctor Rofo y del doctor Rofo a Miguel.

–Para ese momento –decía Miguel– ya sus días estaban contados.

–Digan que se murió pronto –dijo Carlitos Culacciati

–Que si no... –añadió su hermano Alberto.

El doctor había retomado la palabra y no iba a perder el tiempo en conjeturas contrafácticas:

–Colmada de halagos, con un ascendiente político como ninguna mujer tuvo en nuestra tierra y poquísimas en el extranjero, sintió en plena juventud que la muerte se le aproximaba.

–El homenaje la habrá consolado, pero le venía al pelo al Tirano para hacer una colosal propaganda.

–Exactamente, Miguel. De todas maneras, después de su muerte, la denominada rama femenina no encontró quién la sustituyera.

–Y nadie se animó a imitarla...

–Pero no olvide que hubo una extranjera estrafalaria que por un instante, lo intentó.

Miguel enmudeció. El Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati miraron expectantes al doctor. Mi tío, que iba hacia le mesa de Gavilán llevando un té y un café, se detuvo a mitad de camino. Yo, por las dudas saqué la libretita, pero vacilé: ¿qué significaba “estrafalaria”?

El doctor paseó su mirada por los rostros de todos y cada uno de sus oyentes, incluido el Mudo, que había dejado el teléfono y acababa de encender un Particulares Fuertes de marquilla roja. Con paciencia, le endurecía un extremo embadurnándolo prolijamente con la cera de un fósforo.

–Hablo de Josefina Baker, la procaz danzarina que treinta años antes despertara la turbia sensualidad de las decadentes capitales europeas.

–¿La negra? –preguntó mi tío.

Carlitos y Alberto Culacciati intercambiaron guiños de complicidad.

–Negraza –exclamó el Pelado–. Si era casi tan alta como Perón.

–¡Qué mina! –se extasiaron a dúo Carlitos y Alberto Culacciati.

Mientras el doctor los amonestaba con la mirada, Miguel lo hacía con la palabra.

–Una bailarina notable, pero que con su erotismo despertaba las pasiones más bajas del hombre.

El doctor carraspeó.

–Ya venida a menos apareció en Buenos Aires dispuesta a correr una aventura política. Total, Perón acogía a cuanto funambulista surgido de los bajos fondos se le pusiera a mano.

Mi tío murmuró, boquiabierto.

–¿Perón se la...?

–Acogía, Rodolfo –se apresuró a aclarar Miguel–. Don Julio quiere decir que protegía a cualquier aventurero. Como pasó con Richter.

¿Y ese? ¿Otro testaferro? Ya no tenía más espacio en las hojas donde iba anotando a los testaferros de Perón. Encima, los nombres eran cada vez más difíciles.

–Un auténtico papelón.

El doctor estaba muy ansioso por dictar una conferencia sobre cualquier tema que se le pusiera a tiro.

–Con su pretensión de emular a las grandes potencias, ese megalómano no dejó de abochornarnos. El famoso affaire de la bomba atómica...

–¡No me hable de la tómica!

El doctor miró al Pelado, sorprendido. Yo lo estaba más: la única tónica que conocía era la Cunington y me parecía que no era para armar tanto escándalo.

Al escuchar la palabra “bomba” Pablito Serún había dado un salto.

–¡Radolfo, no dijes que Pirón tire la bomba! ¡Si van a romper todas las boteyas de vino!

–... casi empalidece –prosiguió el doctor, una vez convencido de que el Pelado y el borracho rumano o húngaro eran alucinaciones provocadas por la mala calidad del whisky que servía mi tío– junto a la famosa fábrica de aluminio.

De la reacción de los presentes era fácil deducir que nadie había oído hablar de la famosa fábrica de aluminio.

El doctor se aclaró la garganta.

–Cierto día dos italianos llegan a la Casa Rosada. Luego de intercambiar con Perón los saludos fascistas de rigor, pasan a explicar su negocio. Ellos tienen una fábrica de aluminio en Italia y quieren traerla a la Argentina pues simpatizan con el régimen peronista. Incluso le muestran una foto de la fábrica, y hablan mucho de Mussolini, del resurgimiento del fascismo y otros temas que fomentan las fantasías y halagan la vanidad del Dictador... y salen de la casa de gobierno con 21 millones de pesos.

El Pelado escupió una hebra de tabaco que había quedado entre sus dientes.

–Así como así... 

–¡Sí, así como así! –exclamó Miguel, que no tenía la menor idea del aluminio pero estaba dispuesto a creer cualquier cosa que se dijera contra Perón.

Sintiéndose apoyado, el doctor cobró nuevos bríos.

–Y desaparecen.

Mi tío bizqueó.

–¿Quién desaparece?

–Los italianos.

–¿Pero cómo van a desparecer los italianos? Déjese de joder.

Aprovechando el silencio general, Pablito Serún, que debía comunicarse telepáticamente con mi tío, explicó que Italia había desparecido cuando Perón le tiró la bomba.

Al doctor le costaba comprender, pero hizo un esfuerzo.

–No hablo de todos los italianos –Pablito y mi tío suspiraron aliviados– sino de los dos italianos de la fábrica de aluminio.

Mi tío se sacó los anteojos y los limpió con el trapo rejilla.

–Dos italianos no son nada. Pensé...

El doctor no quería saber qué había pensado mi tío.

–Tiempo después se supo que las fotografías habían sido recortadas de un libro de ingeniería y nuestro consulado informó que en el lugar indicado no había ninguna fábrica, sino un criadero de cerdos.

El Mudo meneaba la cabeza. Miguel lo miró directamente a él cuando dijo.

–“Paciencia”, se habrá consolado Perón, el piola. “Un tropezón cualquiera da en la vida”.

–Pero nada iguala al caso Richter. Le costó al país mil millones de dólares. Ahora se sabe, por ejemplo, que por iniciativa de Richter se mandó construir en Holanda un aparato costosísimo, que no sirvió para nada. El famoso reactor que iba a proporcionar no sólo la bomba atómica –el doctor le echó una fugaz mirada a Pablito Serún–, sino que también crearía energía nuclear para toda la industria, fue construido diez veces seguidas.

–¡Energía nuclear! –exclamó el Pelado– ¿A quién se le ocurre? Ni que fuéramos Norteamérica...

Mi tío hizo varios gestos de aprobación.

–Perón era un melenógamo.

El doctor quedó varios segundos sin conseguir reaccionar. ¿Mi tío Rodolfo sería otra alucinación? Para salir de dudas, le pidió un whisky y continuó:

–Los hombres de ciencia argentinos comprobaron la ignorancia de ese supuesto sabio, un mentiroso peor que Viernes Scarduglia.

–¡No me hable de Viernes Scarduglia!

–Le hablo. Y encima no tuvo mejor ocurrencia que condecorarlo con la medalla peronista...

–¿A Viernes S-s-s...? –mi tío empezó a luchar con su dentadura postiza.

–¡A Richter! ¡Otra ofensa más inferida al glorioso pueblo argentino y al mundo entero por ese formidable dúo de cuenteros!

Aunque cueste creerlo, en esos tiempos no existía Google y en la biblioteca de mi viejo, además de su ejemplar comentado de la Constitución del 49, había algunos libros de mitología, la Vidas de los doce césares, unas cuantas novelas y un diccionario.

Abrí el diccionario, busqué “Viernes” y leí: “Día de la semana que sigue al jueves”.

¡Chocolate por la noticia!

Se imaginan que no podía irle a Perón con que su famoso científico era un día de la semana. Pero el doctor había hablado de otro más, de manera que terminé preguntándole a mi viejo. Y no tuve mejor ocurrencia que hacerlo en el almuerzo del domingo.

–Viernes era el ayudante de Robinson Crusoe –contestó mi viejo sin dejar de comer.

–No José –intervino el tío Rodolfo–, el pibe te pregunta por el de Richter, el de la tómica.

–No empecemos... –advirtió el tío Polo.

Mi viejo había dejado de comer, seguramente temiendo lo peor.

El tío Rodolfo trataba de recordar la explicación del doctor Rofo. “Cuando Perón hizo el sensacional anuncio”, había dicho el doctor, “declaró que dentro de tres años sólo usaríamos energía atómica que produciremos nosotros. Y agregó, con sonrisa sobradora: ‘¿Para qué queremos la nafta, entonces?’”.

Pero esto era demasiado para mi tío.

–El de la nafta –resumió.

Mi viejo seguía mirándolo en silencio, me pareció que más perplejo que molesto.

–Eran dos. Viernes y S-s-s...

Mi tío jamás conseguiría terminar de decir Scarduglia: súbitamente, los mostacholes rayados de su plato parecieron sonreír con la dentadura postiza. Y todos respiraron aliviados.

Excepto yo, que seguía en ascuas, sin saber qué iba a decirle a Perón cuando bajara del avión negro y tuviera que contarle las novedades. Me parecía que no iba a interesarle mucho saber que el ayudante de Robinson Crusoe se llamaba Viernes Scarduglia.

* Publicado en Revista Zoom