13. La masacre de Tucumán

Esta vez al doctor Rofo no le resultaría fácil proseguir con su clase magistral sobre la corrupción, la venalidad y el oprobio del Gran Embaucador, como a veces llamaba al Tirano Prófugo.

Lo primero sería tranquilizar a Pablito Serún, que manifestaba una creciente irritación contra los curas, quienes –según había podido comprender–, habían obligado a Perón a casarse con un paralítico, y con ánimo belicoso, revoleaba el largo cuchillo con que mi tío Rodolfo cortaba el pan de miga. Para agravar las cosas, se le había metido entre ceja y ceja que el diariero Miguel era uno de esos curas, lo que no hizo más que incrementar la natural indignación que el diariero Miguel llevaba como estandarte en su tránsito por la vida.

Finalmente, mi tío consiguió tranquilizar al rumano o húngaro o vaya uno a saber, y una vez que Carlitos y Alberto Culacciati dejaron de reír, el doctor trató de retomar el hilo de su explicación.

El doctor se tomaba muy en serio sus conferencias, tanto las que dictaba en el bar de mi tío como las que debía dar en todas partes: a su modo de ver, estaba haciendo docencia. “Quiero que se descorra la cortina del silencio y la mentira –solía decir–, para que si mañana el Dictador quisiera volver, no tenga la posibilidad de engañar al pueblo nuevamente”.

Desde la pequeña mesa junto a la puerta de Lascano, el cadáver de don Manuel alzó, muy levemente, los sarmentosos dedos de su mano izquierda. Mi tío llenó dos vasos de ginebra y llevó uno a don Manuel.

El doctor se aclaró la garganta.

–Como iba diciendo, joven, atractiva, egoísta y ambiciosa, Eva María Ibarguren, más conocida por el pseudónimo artístico de María Eva Duarte...

–¡Con el que contrajo matrimonio! –exclamó Miguel– Por eso yo decía que el matrimonio era falso.

–Falso no... –empezó a explicar el doctor, pero echó una mirada a Pablito Serún y lo pensó mejor–. Eva María fue la mujer elegida por el destino para servir los designios del hombre que legitimó su unión con ella, sin importarle que hubiera pasado por los lechos de todos y cada uno de los integrantes del GOU.

Yo no había entendido una palabra, pero por las dudas, saqué la libretita y anoté “gou”. Antes de que terminara de hacerlo, el diariero Miguel hablaba atropelladamente:

–No legitimó nada, porque al casarse con nombre falso, obtenido mediante una falsa partida de nacimiento en base a la falsificación del acta matrimonial de su madre con...

El Mudo apoyó con fastidio la base del teléfono sobre el mostrador.

–Finíshela, Miguel.

–¡C...c....c...c...c...c....

Aprovechando que Miguel se había atragantado al tratar de expresar su estupor, el doctor retomó el uso de la palabra.

–Como fuere, el dictador la utilizó, entre otras cosas, para que después de muerta, en macabra ceremonia funeraria, influir honda y profundamente en el espíritu de las gentes simples.

–...c…c… cómo que finíshela! –consiguió decir Miguel, pero ya era tarde para interrumpir al doctor Rofo.

–La ambición sin límites de la hermosa aventurera quedó revelada de inmediato, si hasta quería ser presidenta de la aristocrática Sociedad de Beneficencia. Debe convenirse que, de acuerdo con la tradición, tenía derecho a ello por ser la esposa del Presidente de la Nación, pero imagínense, una hija natural, para colmo actriz...

–¡Actriz! –repitió el Pelado, quien debido a su costumbre de tratar de hacerse notar repitiendo una palabra del doctor elegida al azar, no hacía más que confundirme todavía más. ¿Debía anotar “actriz”? ¿Qué sentido tendría contarle a Perón que su esposa había sido actriz, si eso lo debían saber hasta mi hermana y mi primo, que ni siquiera habían aprendido a leer?

–Algunas damas de la sociedad –seguía diciendo el doctor– decidieron plantearle el espinoso problema de su renunciamiento a ese cargo, utilizando el argumento de su juventud en relación a otras componentes de esa Institución.

–Para decirlo con claridad, de mujeres de edad provecta –apuntó Miguel, que no obstante su ansiedad por combatir al peronismo, se seguía sintiendo socialista y odiaba a las señoras de la Sociedad de Beneficencia.

–¿Provecta? –se extrañaron Carlitos y Alberto Culacciati– ¿Y eso con qué se come?

El Mudo escupió una hebra de tabaco que debía haber quedado pagada a sus labios.

–Miguel quiere decir que eran unas viejas de mierda.

Miguel trató de explicar que él no había querido decir eso, pero el doctor ya había pasado por alto el agravio a las damas de caridad.

–La respuesta de Eva fue que ella había pensado en eso y lo comprendía; por ello pensaba que la presidenta de la benemérita institución debía ser... ¡su madre!

–¡Su madre!

–Su madre –confirmó el doctor– ¡Vean el tupé de la mujerzuela! ¡Presidenta de la honorable Sociedad de Beneficencia nada menos que una mujer de vida rumbosa, manceba de un estanciero, con quien, al parecer, porque él nunca los reconoció, había tendido no menos de cinco hijos naturales!

El Pelado vio otra oportunidad.

–¡Naturales!

¿Sería malo eso? Por las dudas, lo anoté en la libreta.

–Ya sabemos –prosiguió el doctor– que la Sociedad de Beneficencia fue intervenida y liquidada. A partir de entonces las limosnas se hicieron por mediación de Eva, en nombre de ella y de Perón.

Miguel estaba ansioso por intervenir.

–Y fue entonces que empezó la gran estafa.

–Una de ellas, Miguel –apuntó el doctor.

–La peor, porque llevada por el loco desenfreno de los, los....

El doctor acudió en auxilio de Miguel

–¿Los parvenú?

–Llevada por el desenfreno de los parvenú...

Yo anotaba, prolijamente: “par-ve-nú”.

 –...Eva Duarte no dejó de aprovechar la menor ocasión de llenarse de pieles carísimas, modelos de Christian Dior y piedras preciosas.

–Algunos ejemplares únicos en el mundo –acotó el Mudo con media sonrisa, desconcertando a Miguel, que perdió así el uso de la palabra.

–El hecho –dijo el doctor– es que comenzó a secundar a su esposo en la tarea demagógica de repartir entre los necesitados del pueblo las migajas de las piraterías oficiales y semioficiales.

Yo asistía deslumbrado a estas revelaciones que, en mi fascinación, hasta olvidaba de consignar en mi libreta. Del gigante Gargantúa, después de robarse todo el oro de los pasillos de un banco, Perón había pasado a ser Sandokán, pero ahora, gracias al doctor, venía descubrir que era más que el Tigre de la Malasia, quien hasta donde sabía, jamás había repartido entre los necesitados los frutos de sus actos de piratería. Al contrario, los acumulaba en su refugio de Mompracen. Pero Perón no, Perón se robaba el oro, la bauxita, la compañía de teléfonos, la hojalata, las tapas de la CHADE y el informe Rodríguez Conde y los repartía entre el pueblo necesitado. Eso era lo que acababa de decir el doctor.

Humedecí en mi lengua la punta del lápiz y escribí: “Robin Hood”.

–Y entonces empezó la otra gran mentira peronista –dijo el doctor–: la famosa caridad de “Evita”.

–¡Ja! –exclamó Miguel–. Lo que repartía no era de ella sino de todos nosotros: la plata de nuestros impuestos.

–Claro –apoyó el Pelado.

El Mudo suspiró.

–Pelado, vos no pagaste un impuesto en toda tu vida.

–¡Y eso que tiene que ver!

Carlitos y Alberto Culacciati acudieron en defensa del Pelado.

–Nosotros tampoco pagamos nunca ningún impuesto ¿Y  ahora resulta que por eso no vamos a poder decir nada?

Después de tirar la piedra, el Mudo se había desentendido del tema y seguía murmurando números en el teléfono.

–Miguel dice bien –terció el doctor Rofo–: era dinero de nuestros impuestos, pero sólo en parte.

–¡Cómo en parte! Acuérdese del viaje al Tucumán...

–El asunto fue mucho más grave –una vez que consiguió captar la atención de Miguel, el doctor explicó–: los comerciantes fueron presionados a hacer donaciones a la Fundación, y si se negaban eran considerados agiotistas.

Otra palabra nueva. Volví a mojar la punta del lápiz.

–Mientras los verdaderos agiotistas tenían libertad de acción mediante las donaciones, proporcionales a la magnitud de sus negociados.

–El negociado de la lata –dijo mi tío, que tenía la virtud de desconcertar permanentemente al doctor. Pero esta vez no podría competir con el Pelado.

–Y así empezó la inflación.

–¿La inflación? –balbuceaba el doctor

Miguel vio la oportunidad de intervenir:

–Y la inflación se convirtió en una carrera de precios y salarios, en la que los salarios llevaban siempre las de perder.

–Por supuesto –interrumpió el doctor, ya recuperado–, la inflación fue una de las tremendas herencias que nos dejó el Tirano luego de su partida, pero hablábamos de la supuesta caridad de Evita...

–Durante el viaje en tren a Tucumán...

–¡Tucumán!

Miguel pareció a punto de saltar al cuello del Pelado, pero se contuvo.

–... en ese viaje, la “magnánima Evita” arrojaba por las ventanillas puñados de billetes de 10 pesos.

–¡De 10 pesos!

–Basta Pelado, dejame hablar. Como decía, esos billetes no eran de ella ni de Perón. Eran robados al mismo pueblo, al que volvían, pero de la forma más humillante.

–Eso no fue lo peor, Miguel. Atrévase a revelar toda la verdad.

Por la expresión de Miguel parecía evidente que no tenía la menor idea de qué verdad le hablaba el doctor.

El doctor aprovechó el silencio fruto de la expectativa general y encendió un puro. Dio una larga chupada y exhaló el humo, que quedó flotando a su alrededor. Parecía Dios asomado entre las nubes cuando dijo:

–Así lleva Eva a Tucumán, donde a pesar de la cacareada justicia social, la miseria es grande. La gente, enterada de los regalos que ella reparte, acude (o es traída a la fuerza) desde distantes puntos de la provincia, hasta la plaza Independencia, donde pasa la noche a la intemperie, sin tener dónde dormir. Pero la Señora no se conforma con la demagogia: ella quiere tener al pueblo a sus pies, y resuelve arrojar los paquetes con ropas y comida desde los balcones de la casa de gobierno.

–No...

–Como lo oyen. Se producen una, dos, tres avalanchas, pero el vergonzoso acto de arrojar los paquetes a la marchanta no se detiene.

–¿Pero cuántos paquetes tenía? –preguntó el Pelado.

–Qué sé yo, cientos, miles. El caso es que las mujeres del pueblo, con sus niños en brazos, gritan desesperadas, en las primeras filas. Sus gritos se confunden con el griterío infernal de la multitud. Son tantos los sumergidos....

–Y llamaban a eso “justicialismo” –dijo Miguel dirigiéndose directamente al Mudo, que, concentrado en lo suyo, no le dio ni la hora.

El doctor volvió a la carga.

–La gente que está atrás también quiere un billete, una frazada, un paquete de arroz... Luego, el macabro balance: ha quedado un tendal de muertos y heridos. Mujeres, niños, hombres, ancianos, han muerto aplastados.

Un murmullo de asombro, indignación y horror siguió a la explicación del doctor. El belfo caído de mi tío Rodolfo dejaba ver la base de su dentadura postiza, débilmente encastrada a su encía inferior. Pero al doctor le faltaba coronar su relato.

–Pero ahí está, para mitigar tanto dolor, la Fundación, que pagará los entierros y mandará coronas de flores.

–Bueno, por lo menos pagaron los entierros…

Miguel se plantó frente al Pelado con los brazos en jarra y ánimo de pelea.

–¿Cómo “por lo menos”? ¿No te das cuenta?

Pero el doctor no se dejaría distraer justo en el momento culminante.

–Lo peor, lo más siniestro de este macabro episodio es que el gesto de Eva Perón fue ensalzado como magnánimo por la prensa regimentada.

–¿Cómo es que no se supo…

–…nada de todo esto?

Preguntaron a dúo Carlitos y Alberto Culacciati.

–En serio, che –dijo el Pelado– Y no es que uno vaya a dudar de la palabra del doctor, pero nadie dijo nada de todo esto. Y eso…

–¿Sos sordo o no entendés lo que dijo don Julio? La prensa estaba regimentada. Re-gi-men-ta-da.

Aprovechando que el diariero Miguel la había deletreado, anoté la nueva palabra.

–Entiendo su estupor, amigos míos. Pero deben saber que mi palabra es un documento. Y de no haber sido testigo presencial, yo mismo dudaría de lo que acabo de contarles. Pero ahora que tengo la responsabilidad de decir todo lo que hube de callar durante esta larga década de persecución, siento que no debo seguir en silencio.

–Presencial… –repetía el Pelado

Mientras todos murmuraban escandalizados, el Mudo meneaba la cabeza y don Manuel se ponía de pie, echaba una mirada iracunda al doctor y arrastraba los pies rumbo a la calle, mi tío seguía con la boca tan abierta que daban ganas de tratar de acertarle con una ficha del sapo.

El domingo, mi presentimiento se hizo realidad, pero sin graves consecuencias: el tío Polo había viajado, a Rosario, dijo mi tía, y el tío Rodolfo pudo terminar de contar lo de la masacre de Tucumán con los dientes y los anteojos en su sitio.

*Publicado en Revista Zoom