El doctor Rofo entró por la puerta de la ochava decidido a recuperar el prestigio que había perdido, mancillado por sospechas sin fundamento.

–¡Señores! –exclamó– ¡Se ha reparado una injusticia!

El Mudo le dedicó una mirada displicente y siguió fumando, acodado al mostrador. Don Manuel ocupaba su lugar de siempre, sin dar señales de vida, extraviado ante el vaso de ginebra, que se iba vaciando misteriosamente.

 En la mesa de la ventana de Gavilán, De Santis y su amigo Friedman conversaban en voz baja. Mientras pasaba el trapo rejilla para limpiar las migas dejadas por un cliente anterior, me pareció escuchar a De Santis decir “Gandhi”, antes de que su amigo empezara temblar.

Tras el mostrador, mi tío servía dos whiskies.

–Yigó il qui ti diji, Radolfo –gritó Pablito Serún, sobresaltando al doctor.

–El uruguayo –murmuró el Mudo.

Acicateado por algún estímulo invisible, el diariero Miguel se levantó prestamente de la mesa en que comía su especial de crudo y queso mientras fingía leer El hombre mediocre. Agarró el vaso de clarete y se dirigió hacia el mostrador, plantándose junto al Mudo, con ánimo de pelea.

Extrañamente, Carlitos y Alberto Culacciati todavía no habían llegado al bar.

–Están haciendo una changa –explicó mi tío, ante la muda pregunta del doctor.

Pablito amplió la información.

–Di electricidá. Oijalá si queden pigados.

–¿Qué injusticia, dotor? –alentó el Pelado, ostensiblemente necesitado de un ídolo al que venerar. También Miguel se veía perturbado por la caída en el descrédito de quien había sido su fundamental sostén en la ardua tarea de impartir las nociones básicas de educación democrática a un grupo de ignaros que en cualquier momento podrían volver a caer bajo el influjo de un demagogo. Por suerte, no sería Perón, que seguía su camino sin retorno hacia el ostracismo y el olvido definitivos.

–En cabal demostración de los nuevos aires de libertad que soplan sobre la patria, el presidente provisional ha decidido indultar a Raúl Riobó.

–¿Y ese?

Hasta Miguel parecía compartir la ignorancia del Pelado. De mi tío ni les cuento. Acabó el vaso de whisky correspondiente al del doctor y renovó la ginebra de don Manuel, que llevó hasta la mesita junto a la puerta, después de beber su parte. Tan sólo el Mudo dio señales de comprensión: levantó la ceja izquierda y miró de soslayo al doctor.

–¿No recuerdan ustedes? –se extrañó el doctor– ¿Pero es que todo se olvida tan rápidamente? “¿Qué será de ti, pueblo de Mayo? Pueblo de Juan Chasaig y Adolfo Alsina... ¡No, tú no eres el que viendo estoy!”

En su favor, debo decir que mi tío no era el único que miraba boquiabierto al doctor. No yo, claro; yo había mojado el lápiz y escribía lo más velozmente que me era posible, tratando de no perder detalle.

El doctor hizo un gesto de falsa modestia, como excusándose por su arrebato pasional.

–¿Quién en la negra noche de la dictadura no recordó, desalentado, estos viriles versos de Joaquín Castellanos?

–¿Pero quién es Riobó? –preguntó el diariero Miguel a punto de perder la paciencia.

–Me extraña Miguel, si esto ocurrió hace apenas meses... Para ser precisos, a las 11 horas del 18 de junio de 1955 –el doctor volvió a mirar de hito en hito a sus oyentes–. ¿Dónde estaban ustedes cuando Raúl Riobó acabó con la ruin existencia de Román Alfredo Subiza?

¡Subiza! Pasé rápido las hojas de la libreta hasta encontrar la página en la que anotaba las palabras raras. Ahí estaba: latrocinio, felonía, moresano, chafalonía, disman, iapi, mazmorra, peculado, subiza...

–¿De ese Riobó habla, doctor? Pero si era un caudillo peronista de Esquel –objetó Miguel.

El doctor sonrió con una mezcla de suficiencia y conmiseración: como diariero y, para peor, socialista, Miguel era incapaz de comprender las sutilezas de la política.

–No es peronista.

–¡Pero cómo no va a ser peronista si el Tirano Prófugo lo designó gobernador del Territorio de Chubut!

El doctor hizo un vago gesto con la mano libre quitando trascendencia a las objeciones de Miguel. Seguramente, al igual que yo, creía que los peronistas habían dejado de existir o, más aun, que jamás habían existido.

Desde que había empezado a prestar atención al extraño universo de la gente grande, me parecía que los únicos peronistas del mundo eran el tío Polo, Josephine Baker y los vecinos del conventillo. Ni siquiera lo era mi abuelo, que me había enseñado a vivar a Perón al paso de los aviones, pero, según deduje de las explicaciones que mi vieja le dio a mi tía, esas eran rarezas de los socialistas de Palacios. Ni siquiera el vicepresidente de Perón lo quería a Perón y despotricaba contra él en las pantallas de todos los cines del país, así que era lógico que tampoco fuera peronista el caudillo peronista de Esquel. Imaginen entonces, mi sorpresa: mientras el doctor explicaba que el tal Riobó tampoco era peronista, la buena de doña Amalia, la madre de Aníbal, el vigilante que vivía en el pasaje, de un día para otro se volvió peronista.

Tuvimos la primicia por medio de Carlitos Culacciati, que entró a la carrera al bar, interrumpiendo al doctor: de golpe y sin aviso, de la misma manera que a uno le agarraba la varicela, doña Amalia no había vuelto a bajar las persianas de la sala donde, gracias a las cortinas, siempre descorridas, resultaba imposible ignorar los dos enormes retratos de Perón y Eva Perón colgados en la pared, bien visibles desde la ventana. Por mucho menos, en esos momentos Hugo Del Carril entretenía a los otros presos en la Penitenciaría Nacional, cantando a capella su versión de la Marcha Peronista.

Se trataba de una fotografía oficial de Perón, en blanco y negro, con banda y bastón presidencial, mirando muy serio más acá de la cámara, hacia donde estaba el pueblo trabajador, la soberanía nacional, el año 2000 o las tetas de Gina Lollobrigida.

La otra, la de Evita, no parecía una foto ni una pintura, sino una mezcla de ambas, tal vez una fotografía coloreada, tan artificial como una estampita religiosa.

Esa misma imagen ilustraba el libro de lectura que mi viejo decomisó inmediatamente después de que se lo mostrara, orgulloso, no bien llegado de la escuela, para tirarlo al tacho de la basura, provocando el consabido ataque de nervios de mi vieja.

Con Julio, el chico de la vuelta, solíamos matar los momentos de aburrimiento espiando por las ventanas abiertas el interior de las casas del barrio, y varias veces habíamos mirado la sala donde doña Amalia tejía algún pulóver o zurcía las medias al calor del sol de las mañanas de invierno sin ver nada parecido, ni siquiera un pequeño y modesto retrato de Evita adornado con florcitas de retama.

De pronto, a doña Amalia le había agarrado la loca de llevar a su casa los retratos de la unidad básica del barrio, cerrada por decisión de sus autoridades antes que la clausurara la policía, y vuelto a ser una casa normal, o casi, porque Bura Kaplan, que venía a ostentar el pomposo título de Secretario General, no era una persona normal. Eso decían en el bar. ¡Cómo se le ocurría a un ruso, que ni siquiera hablaba bien el castellano, hacerse peronista! Tenía que estar mishiguene.

De buenas a primera, la unidad básica había cerrado sus puertas para abrirlas dos días después transformada en una insólita semillería-forrajería. Los retratos de Perón y Eva Perón fueron reemplazados por las jaulas con jilgueros, cabecitas y corbatitas que hasta ese momento Kaplan solía colgar en el patio de su casa y en los árboles de la vereda, y terminaron en lo de doña Amalia, quien en lugar de mantenerlos ocultos, los colocó bien visibles en el lugar más visible de su casa.

No sé si Aníbal trató de disuadir a su madre de perpetrar ese insólito desafío a las autoridades libertadoras y democráticas, porque al fin de cuentas casi nadie caminaba por el pasaje, aunque nunca iba faltar alguno que fuera con el cuento, pero no a la comisaría donde podría encontrarse con el propio Aníbal. Doña Amalia sería denunciada en el Departamento de Policía o hasta en la Comisión Nacional Investigadora del capitán Gandhi, con quien yo había empezado a soñar por las noches hasta despertar aterrado y cubierto de transpiración.

Carlitos Culacciati se moría de risa acodado al mostrador.

–¿A qué no saben qué pasó cuando le instalamos el altoparlante a doña Amalia?

Hasta había conseguido atraer la atención del diariero Miguel, que seguía discutiendo con el doctor Rofo el grado de adhesión de Raúl Riobó al régimen depuesto.

El diariero Miguel apartó la vista del doctor y la fijó, casi sin repugnancia –lo que en su caso era mucho decir– sino con algo de curiosidad, en Carlitos Culaciati, que gesticulaba entre el Mudo y el Pelado. Del otro lado del mostrador, mi tío Rodolfo escuchaba muy serio mirando por encima de sus anteojos.

Era habitual que mi tío mirara por encima de los anteojos, porque los tenía siempre engrasados, pero me resultó llamativa la atención que ponía en el relato de esa mitad de imbécil que era Carlitos Culacciati.

La otra mitad del imbécil, su hermano Alberto, se había separado de él para correr a la comisaría en busca de Aníbal, porque lo primero que había hecho doña Amalia no bien tuvo instalado su altoparlante, fue conectarlo al combinado, un armatoste que combinaba –lo que es un decir, porque realmente combinar, no combinaba nada– una radio con una consola en la que giraba un disco de 78 revoluciones. La etiqueta azul y blanca anunciaba que la voz de Vicente José Falivene, más conocido como Héctor Mauré, cantaba la marcha Los Muchachos Peronistas acompañado por la Orquesta Sinfónica Municipal.

La grabación de ese disco había sido idea de Apold, que odiaba a Hugo Del Carril, el primer cantante profesional que había entonado la marcha partidaria del Tirano Prófugo. Para Apold, Hugo Del Carril era comunista.

–Ay, no sé si es comunista, nena –le escuché decir a mi tía–, pero es tan churro...

–No es comunista –confirmó mi vieja, que debía saber del tema, porque lo dijo con gran seguridad.

Sucedía algo extraño con Hugo Del Carril: Apold lo había querido prohibir por contrera y el gobierno libertador y democrático lo tenía preso por peronista. Pero lo más raro era que los contreras no hablaban mal de él, lo que no impedía que a todos, hasta a mi vieja y a mi tía, les pareciera perfectamente natural que estuviera preso.

Anotaba estos extraños fenómenos para no olvidar detalle cuando tuviera que contarle a Perón qué había ocurrido en el barrio durante su ausencia. Con decirles que el lápiz me había quedado tan chiquito que tuve que comprar otro en el kiosco de doña Raquel, en la mitad de cuadra.

Sacaba punta al lápiz para agregar “riobó” a la lista de palabras raras cuando Carlitos Culacciati llegó al bar y, casi sin poder dominar la excitación, se lanzó atolondradamente a contar la ocurrencia de la mamá de Aníbal.

Avisado por Alberto Culaciati, Aníbal llegó a casa de su madre a tiempo, por así decirlo, porque la marcha peronista en la voz de Vicente José Falivene y el acompañamiento de la Sinfónica Municipal había resonado apenas tres veces, y el primer policía en llegar fue él, por lo que se conformó con hacer lo primero que hubiera hecho cualquier otro: arrancar los cables del altoparlante para después arrancar el altoparlante, tirarlo al piso y patearlo con fuerza.

Pero no hizo lo que los demás policías hubieran hecho a continuación, que era llevar a doña Amalia a la comisaría, al Departamento de Policía o al despacho del capitán Gandhi. 
Aníbal tomó a su madre por el brazo, con dulzura, como si la consolara, y la condujo hacia el interior de la casa, porque doña Amalia, no bien empezó a girar el disco, se había instalado con una silla en la vereda y miraba, desafiante, a los alarmados vecinos que se asomaban a las puertas de sus casas.

–¿Qué hace mamá? –decía Aníbal mientras llevaba a su madre por el pasillo– ¿No se da cuenta de que la van a meter presa?

–¿Y quién me va a meter presa? –se encrespó doña Amalia.

–Cualquiera. Alguien llevó a los demás ¿no? Porque están todos en cana.

La vieja dio un bufido pero se dejó conducir hasta la cocina, donde Aníbal puso la pava al fuego para prepararle un té de tilo.

Eso sí: los retratos de Perón y Eva Perón siguieron ahí, colgados de la pared que daba frente a la ventana. Era inútil que todos los días Aníbal corriera las cortinas, porque inmediatamente después, apenas salía para su turno en la comisaría, la vieja las volvía a abrir.