Si la clásica derecha argentina (liberal en lo económico, autoritaria en lo político) logró triunfar en las últimas elecciones es porque inteligentemente ha logrado resolver una compleja cuestión: no ser reconocida como derecha. Es un problema, claro, que no se resuelve de una vez y para siempre, sino que demanda constantes esfuerzos de simulacro y transfiguración. La corporación que llevó y sostiene en el poder a Mauricio Macri apela por lo menos a tres grandes recursos para presentarse como un acontecimiento nuevo. Menciono apenas los dos primeros, me detengo un poco más en el último:

La invención de una estética PRO –un hedonismo ligero, jovial y colorido, un individualismo descontracturado y fashion, bien lejos de compromisos con destinos colectivos, una retórica simple y emotiva que aspira más a no aburrir que a alcanzar cierta consistencia discursiva-. En fin, mucho se ha dicho sobre esta estética que tal vez haya encontrado su símbolo mayor en el globo, ese festivo objeto vacío, que en nuestro lunfardo alude al “cuento”, la mentira y la ilusión (“pinchar el globo” es, justamente, metáfora del desengaño). Si bien, algo de este modo de ser vivió la vida pública del menemismo, el PRO exacerbó y perfeccionó esta estética y la condensó en una palabra que tiene su valor de talismán: cambio.

El segundo recurso lo componen la serie de eufemismos de inspiración técnica que comandó la empresa de rebautizar viejas y dolorosas operaciones que esa misma derecha aplicó cada vez que gobernó. Sinceramiento de la economía, reacomodamiento tarifario, regulación del reclamo social, reordenamiento del gasto público, overshooting del dólar -para nombrar su aumento-, pass through -para mentar el traslado, el “deslizamiento de precios”, por la devaluación-, vuelta a los mercados internacionales de crédito, reconversión laboral, fue la batería lingüística para enmarañar el reconocimiento de sus clásicas medidas brutales: colosal aumento de tarifas y endeudamiento externo, devaluación de la moneda y encarecimiento de la vida, anulación o severa restricción de derechos laborales, repliegue del Estado de su función de amparo, despidos como política indirecta de reducción salarial, represión violenta de las protestas sociales. Un amasijo de viejas novedades y nuevas antiguallas, como decía uno.

Entonces, si el primer recurso al que esta vieja derecha apeló para no ser reconocida es su transfiguración mediante una nueva estética y el segundo, el empleo de esa jerga eufemística y encubridora para nombrar sus clásicas medidas antipopulares, el tercero es un muy particular tratamiento de la historia, una relación tal vez sí novedosa que esta fuerza política ha establecido con la historia nacional.

Vamos a tomar dos ejemplos. La dictadura cívico militar iniciada en 1976, aún reconociendo sus tensiones internas (como las que existieron con el almirante Massera), se planteó como heredera y custodia de los valores occidentales y cristianos, y en la elección de un campo adoptó el elogio de la civilización y de la República Liberal. De sus muchas referencias al pasado argentino, fue posiblemente el centenario de la llamada Conquista del Desierto el modo ejemplar en que la dictadura buscó un espejo en el que reflejar su propia y actual epopeya. Esa “gloriosa y trascendente gesta de todos los argentinos” –dijo Videla en una de las tantas celebraciones-, el culto y la canonización del ministro de Guerra, general Julio Roca, y su ofensiva desplegada contra el “indio extranjero” (la frase es del ministro Harguindeguy), que resistía tal genocidio, avivan una memoria y trazan un arco histórico que legitima una tarea presente, seguramente tan gloriosa y trascendente como aquella: la lucha contra la “subversión apátrida”. Tal vez la nota más lúcida y bestial que enlaza ambos sucesos fue una aparecida en el suplemento que el diario Clarín dedicó a aquel centenario; allí se escribió que por su incapacidad para evolucionar tecnológicamente, los indios constituían una cultura “destinada a desaparecer”. Este verbo, escrito en 1979, lastima: se menciona el destino de los indios; se alude al de los “subversivos”.

Entre tantas conmemoraciones de esa expedición militar (suplementos en diarios y revistas, películas, libros)- en el mes de noviembre de 1979 en la ciudad de Roca se celebró durante cuatro días un Congreso Nacional de Historia de la Conquista del Desierto y se editaron con apoyo estatal cuatro tomos sobre esas exposiciones. Eso marca la importancia que la dictadura le asignaba a este hecho del pasado argentino, que funcionaba como enaltecida justificación del presente y como expresión del ser nacional, del que el gobierno de Videla no era sino un brote surgido de esa tradición histórica.

El menemismo también buscó legitimarse en la historia nacional. Pero a diferencia de la dictadura, Carlos Menem se presentó como la síntesis que aunaba y el líder de una etapa en la que concluían los antagonismos argentinos. En su discurso de asunción del 8 de junio de 1989 dijo: “Vengo a unir a las dos Argentinas (…) Quiero ser el presidente de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Facundo y de Mitre, de Peñaloza y Alberdi, de Yrigoyen y Pellegrini, de Perón y Balbín…”. Más allá del incierto mérito de este pastiche, se formuló una invocación a la tradición nacional que implicaba al menos la mención de sus grandes nombres y de los conflictos que los surcaron, como una posible fuente de legitimidad histórica. Esa historia terrible y grandiosa ha existido; conmigo concluye. Incierto mérito, digo, porque al nombrarlos abre a la polémica y ofrece desventajosos flancos para quien quisiera cotejar, por ejemplo, la política de defensa del interés nacional de los primeros mencionados en cada dupla, con la oprobiosa liquidación del patrimonio argentino que lleva adelante el menemismo. (Lo mismo puede objetarse a la apuesta de los militares del Proceso: encumbrar a Roca lo vuelve a traer a escena y lo torna objeto de crítica). De todos modos, esa apelación a la historia argentina (incluida la primera imagen del Menem de frondosas patillas, emulando al caudillaje federal del siglo XIX) representó una tentativa de legitimación de su política.

Llegado este punto, hay que decir que el macrismo –veremos si este nombre deja alguna huella más o menos perdurable en la memoria colectiva-, ha establecido una relación con la historia argentina que la podemos definir en los términos de una anulación, un rechazo total a considerar que pueda haber allí alojada verdad, honra o elemento de valor alguno para fundar ninguna legitimidad. El macrismo no tiene historia. Pero no sólo considera que no la tiene como empresa política, sino que sólo ve en ese lejano pasado nacional un armatoste inútil que sólo es conveniente dejar atrás. “Mirar para adelante, mirar al futuro”. De las infinitas modulaciones de esta frase, anotemos dos más o menos recientes: “dejar atrás los cortocircuitos del pasado con España”; “la oportunidad nos obliga a dejar atrás rencores y resentimientos del pasado con Estados Unidos para mirar al futuro”. En ambos casos el presidente Macri: la primera, en el palacio real de Madrid; la segunda, en la cena de honor al presidente Obama en Buenos Aires. Si algún conflicto registró nuestra historia de relaciones con España o con los Estados Unidos de Norteamérica, nada puede resultar más provechoso que su olvido. Pero quien más paradigmáticamente expresó esta relación con la historia nacional, fue el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, al presentar la serie de nuevos billetes con animales autóctonos. Leámoslo atentamente: “Nosotros vemos esta nueva serie como una celebración de la vida. Sacando esos billetes del siglo XIX, lo que vino después eran todos próceres muertos. Entonces, nosotros dijimos no: vamos a cambiar el foco, vamos a celebrar lo que está vivo, lo que está hoy con nosotros. Lo que estamos representando es un ser viviente, ok? Ese es el primer punto. El segundo punto es que al representar un ser viviente estamos invitando a pensar en el futuro y no en el pasado. Nos pareció entonces que salir de los motivos más históricos o políticos, a los lugares naturales tiene que ver un poco con esta idea de encontrar plataformas donde los argentinos nos podamos volver a encontrar, volver a unir, podamos volver a trabajar juntos…”. No nos apresuremos a calificar estas declaraciones como el producto de ninguna debilidad mental, ni personalicemos la cosa diciendo que nadie más interesado que Sturzenegger en formular una invitación a mirar al futuro, ya que en el pasado pueden encontrarse asuntos tan desagradables como su procesamiento penal por negociaciones incompatibles con la función pública tras su participación en el monstruoso endeudamiento conocido como “megacanje” de la administración Cavallo. La posición del presidente del Banco Central no la formuló a título personal ni es una ocurrencia de un momento de inspiración; representa la estrategia del macrismo respecto de la historia argentina. ¿Qué posición hay que tomar en las grandes controversias –muy vivientes, por cierto- que pulsan la memoria nacional? Ninguna. Hay que declarar que todo ese pasado carece de relevancia para comprender y decidir sobre el presente argentino; es más: es una carga completamente improductiva que debe descartarse. “Basta de mirar por el espejo retrovisor si queremos llevar a la Argentina al siglo XXI” –ha declarado Mauricio Macri.

Que los trabajadores no tengan historia –escribió Rodolfo Walsh- ha sido siempre un designio de las clases dominantes, interesadas en que la experiencia colectiva se pierda y las lecciones se olviden. Este mundo enteramente nuevo, en el que todo está ocurriendo por primera vez, con dilemas públicos sin precedentes y actores que nacieron a la política hace cinco minutos, es el mejor escenario que la derecha ha construido para no ser reconocida, para transfigurarse en novedad y extender su vieja y violenta mano invisible hasta el bolsillo y el cuerpo de las grandes mayorías.