I) “Escuchar a la gente”, como consigna, como slogan –habría que decir-, guía la comunicación PRO para esta campaña electoral. Escuchar más que hablar. Firme bajo ese precepto lo vemos a Mauricio Macri en todos sus spots: toca timbre y toma mate, abraza y acaricia cabezas, mira al otro frunciendo el entrecejo. No habla. Posa para las infatigables fotos, baila o se ríe a carcajadas, pero Mauricio Macri no habla. Escueto, acaba de decir en el Council of the Americas que si es presidente, su jefe de gabinete será… mudo. ¿La virtud del silencio, diremos? Es que la gente –lo piensa y lo ha dicho- está cansada de largos discursos ideológicos. Una legisladora PRO de la primera hora, Gabriela Seijo, resumió este asunto del mejor modo: “nunca me importó demasiado que Mauricio Macri no fuera un gran orador. La oratoria ha hecho estragos en nuestro país”. Ahí nomás estaba la causa de los males argentinos. Es la oratoria, estúpido. Podemos mirar en dirección a Jaime Durán Barba y encontrar en sus consejos la razón del nulo interés asignado a la palabra política, pero el asesor ecuatoriano no hace más que proponer desde un lugar que la estructura PRO ya tiene dispuesto; si no fuera este sujeto sería otro muy parecido el que sugeriría soluciones semejantes. También podemos indagar las características psicológicas de Mauricio Macri y plantear que su déficit fonatorio, su tremendo esfuerzo articulatorio para expresar una simple frase o su condición de hijo-desvalorizado-de-padre-millonario, son las causas de una penuria argumental que usualmente desemboca en un repertorio esclerótico de clisés sentimentales o en abruptos e inexplicados cambios de posición sobre temas fundamentales (como los recientes sobre la función del Estado). Pero esa explicación no convence. No es suficiente apelar a esas causas para interpretar su necesidad de telepromters y soplones que le dicten cómo debe pronunciarse en ocasiones apenas espontáneas (todos recordamos el célebre patetismo de aquella escena en la que el ministro de Desarrollo Urbano, Daniel Chain, le musitaba al oído respuestas de lo más sencillas ante un conflicto con los trabajadores del subterráneo). ¿Agregaremos su magra formación cultural que le imposibilita expresarse con soltura sobre temas sociológicos o históricos? Agreguemos, pero tal vez no haya que buscar en los caracteres individuales de Mauricio Macri, la causa del escasísimo interés en la persuasión de la palabra política y su consecuente degradación.

II) Mauricio Macri forma parte de una clase que adviene a la política (que “se mete en política” –como se repite en lengua PRO, concibiendo así a la política como una práctica exterior a la vida social-), desde el mundo del management corporativo. En esto integra una vieja tradición y a la vez representa una novedad. Hace añares que existen ministros, secretarios, funcionarios de segunda o tercera línea provistos por las usinas ideológicas del campo empresarial, destinados a entretejer los intereses de ese campo como políticas públicas. En este sentido, el gobierno de Carlos Menem no fue el único, aunque quizá el más desembozado. Esos cuadros técnicos o gerentes devenidos funcionarios usualmente no necesitaron persuadir con argumentos al presidente electo ni apelar al debate público con disertaciones expuestas a la luz del día para imponer sus posiciones. Formidables financiamientos de campañas, extorsiones implícitas, recios condicionamientos, corridas cambiarias, asedios internacionales, sencillos sobornos (en otros tiempos, la invocación castrense), fueron armas de persuasión suficientes, lanzadas en las sombras. El convencimiento así logrado no requirió una larga y paciente exposición de motivos. El mensaje en esas encrucijadas es corto y claro como el que requiere quien empuña un arma. ¿Sobran las palabras? Casi, si el que está enfrente es buen entendedor. Ahora bien, ocurre algo bastante anómalo cuando un representante de esa clase “se mete” en la primera línea de la política –o sea, juega dentro de una lógica en la que no es suficiente la ostentación cruda de su poder, sino que le es necesario apelar a la palabra, a un logos convincente, para triunfar. Doy un par de ejemplos. La deriva y el naufragio público del empresario Francisco de Narváez (“no soy buen discurseador” –balbuceaba cuando no dormía en el Congreso Nacional, en tiempos en que el chistecito del alica-alicate ya no causaba gracia), un sujeto cuyo inicio y final en la aventura política están marcados por la misma insuficiencia discursiva: comienza en 2001 proponiendo desde la Fundación Creer y Crecer (la presidía Mauricio Macri y este episodio lo narra Gabriela Cerruti en su biografía) un plan para apropiarse del Estado sobornando cinco mil funcionarios de las áreas claves, y culmina rompiéndole la cara a un periodista que lo calumnió. No han sido precisamente alardes persuasivos. El otro caso, la vergüenza argumental desnudada por el abogado pelirrojo de Clarín, que debió salir a la escena del debate en la audiencia pública por la ley de medios y jugar en un terreno en el que este tipo de gente no tiene ni experiencia ni afecto. Era la ocasión, en un foro público, de justificar la pretensión del grupo multimediático, creando convicción en los miembros de la Corte Suprema. Tropezó farfullando incomprensiones, mirando a los costados como pidiendo auxilio ante leves repreguntas del tribunal. Su total orfandad de instrumentos de convicción discursivos quedó patente. Es que no existe en los representantes de esta clase hábito alguno para convencer mediante palabras, para debatir y persuadir exponiendo un orden de razones exhibibles en público. Su campo es otro; son fuertes en otro territorio. Y acá hay que decir, a favor de Mauricio Macri, que no es excepcional su impericia discursiva. ¿Es que el presidente de la Bolsa de Comercio, el de la Asociación de Empresarios Argentinos o el de la Sociedad Rural, por casos, son mejores oradores? Nunca necesitaron serlo. Su poder de coerción lo han ejercido con pocas palabras, condicionando e influyendo en las decisiones de gobernantes cuyas caras quedan expuestas políticamente. En eso Mauricio Macri quiere aportar su novedad. Él mismo se expone y se postula para hacerse cargo del Estado. En una época en que las irrupciones militares perdieron vigencia –vía que por años fue la privilegiada para que esa clase social impusiera sus planes de negocios-, está obligado a jugar dentro de la lógica que rige la política. Pero ocurre que para hacerlo no dispone sino de los medios de convencimiento que una corporación empresarial cuenta para transmitir su mensaje: una opulenta campaña publicitaria que instale la opción PRO como novedad mediante un slogan enfático y breve –los oligopolios periodísticos le brindan esas plataformas-, un relevamiento de mercado que determine las apetencias de los electores-consumidores –aquello que supuestamente desean escuchar-, un asesor de imagen que optimice las características personales del candidato como producto, un colorido packaging para la marca PRO, y la apelación a una persuasión principalmente emotiva (desde la instalación del miedo hasta la avidez por pertenecer a una clase acomodada). Mauricio Macri –pero con él todos los que componen ese círculo exiguo y poderoso- considera que estos medios son suficientes, porque han resultados exitosos para posicionar sus mercancías en el mercado. Su brutalidad les hace creer que la persuasión política y el favor popular se construyen con herramientas de marketing. Por eso consideran irrelevante plantear un discurso consistente y persuasivo y lo subestiman como “relato”; por eso, ninguno de ellos puede generar convicción en las mayorías sencillamente hablándoles, y acaso por eso estén planeando por estas horas conspiraciones, embestidas mediáticas e impugnaciones electorales de cara a octubre.