Cuando era niño asociaba la figura de mi padre a la de un héroe que me protegería siempre y en todo lugar. En la adolescencia me alejé creyendo que podría arreglármelas solo con mi vida y sus reversos. Pero con los años, regresé a buscarlo, agradecido, sabiendo que me serví de él para crecer y que su enseñanza fue la canción en la que me inspiré para ser yo mismo.

   Otros hijos recibieron dólares, departamentos y consejos para ser exitosos en el mercado del existir. Papá me trasmitió los secretos de la pesca y cómo hacer el nudo “barrilito” en el muelle de la costanera. Nunca viajamos al exterior, siempre hicimos viajes a lo profundo y simple. Heredé de mi padre la calvicie, la certeza de que no hay que ser macho para ser hombre, la fija de un caballo que nunca llegó, y el arte como una de las más bellas linternas para iluminar los oscuros pasillos de este mundo inacabado. 

   Cuando algunos pibes del barrio ostentaban juguetes importados, mi viejo nos daba saleros para correr a los pájaros que no atrapábamos pero que nunca dejamos de perseguir. Mis amigos se quedaban perplejos cuando el papá de Melicchio les decía que si se portaban mal los anotaría en la libreta negra que nunca vimos pero que siempre respetamos. Si está mi viejo cerca, hay un pícaro gnomo que te toca el hombro y que desaparece, hay flores que no se marchitan y una copa de tinto para compartir.

   Mi viejo tiene un ancho de espada en la manga, un chiste desubicado y la paciencia mística para desenredar las galletas en la madeja de las desdichas. En mis casas de la infancia sonaron bellas canciones, risas, las paredes eran de colores, y había una heladera donde sobraba espacio pero de la que salían conejos y palomas. Para él lo primero es la familia, el hogar, la misa del asado de los domingos. Resistió todo los ataques de los emisarios del dolor con pensamientos positivos. Mamá fue su novia, su esposa, la madre de sus cuatro hijos y su compañera durante seis décadas; y al final del recorrido, la cuidó sin titubear, hasta que la muerte hizo su maldita jugada.

   Papá nunca se queda quieto, camina por paisajes soñados, hace yoga, multiplica panes y busca la mejor carnada para intentar pescar algún pez que nos quite el hambre existencial. Con el viejo hicimos trampas al póker, gritamos los goles de Boca, jugamos pésimos partidos en el mismo equipo y nunca salimos campeones pero siempre peleamos en el campeonato de la felicidad. Mis tres hermanos dicen que soy el más Bocha, el más parecido a papá, y eso lejos de molestarme, me emociona. Confieso que algunas veces, mientras enciendo un fuego, amaso, o me miro de refilón en un espejo, me confundo, creo que soy él, pero luego me rescato y sonrío, seguro de ser yo, pero con todo lo que le afané a mi viejo.