Cualquier persona que haya concurrido a un recital para más de 50 mil personas sabe que esos eventos conllevan circunstancias satelitales que no hacen más que darle un marco a ese momento épico que significa simplemente estar. Pertenecer. Y cualquier otro verbo que aplique a sentirse vivo como parte de un movimiento común. Una ola. Todo aquello que mueve, arrastra y rompe.

¿Pero a quien le importa el resultado matemático de la cuenta que implica un sentimiento? Lo que parece valer es el espejo social. Esa búsqueda preterintencional que, muchas veces, nos devuelve la imagen de lo que alguna vez fuimos o de aquello que nunca seremos. Y es que el problema nunca es sumar. Pero cuando una serie de acontecimientos desafortunados confluyen en una tragedia, lo que florece es la división. Y si en estas cuentas pendientes que tenemos como sociedad, y que tanto nos cuesta pagar, decidimos acampar en el refugio de la opinión de turno, nos extinguimos -como aquel último fogón adolescente-.

La vida es una enfermedad terminal que dura varios años. Pero si en la sala de espera todos nos sentamos a disfrutar de la desdicha ajena como placebo para nuestra propia infelicidad, nos desequilibramos. Y en la balanza le ponemos precio a otro nuevo ser humano al que vemos nacer, crecer, llegamos a avalarlo para luego cambiarle a gusto las formas gramaticales y así, de golpe, alabarlo hasta destronarlo de nuestra propia imagen y semejanza.

Y así, como la tierra gira, y lo que cambia es la forma con la que uno mira, pegamos un salto desde la segunda persona del plural a la tercera del singular. Y aprendemos que señalar era aquella ley primera que no debíamos romper. Pero las cadenas le ponen contexto a la libertad. Y entonces nos ahogamos en nuestras palabras hasta que nos simplificamos y nos volvemos la raíz cuadrada de nuestro propio ser. Y volvemos a uno porque no nos bancamos el cero. Y queremos multiplicarnos. Pero resulta que uno por uno, nunca soy yo, siempre es el otro.