Cualquiera puede tener su momento de estúpido; muchos pueden llegar a sentirse estúpidos y otros a reconocer su estupidez por haberla contraído siguiendo a estúpidos y a sus mensajes estúpidos. En este sentido la estupidez no tiene prejuicios.

Si hay una condición hipotética y largamente presumida del estereotipo argentino- con mayor incidencia en el porteño o habitante de centros urbanos- es su picardía y sagacidad. Aunque a veces les falla.

Ahora mismo, confirmando ese antiguo y vivaracho prestigio, un partido político opositor, compuesto por pedazos torcidos a la derecha pasada de época, por la recíproca y equitativa estupidez de sus participantes, lo demuestra desde su líder hacia abajo. Incluyendo la rentada participación del periodismo estúpido -y conspiradoramente expandido- que  consiente que su estupidez está sostenida en receptores estúpidos.  Los diseñadores anímicos y esotéricos de esa oposición fueron capaces de esta bizarra y paradojal hazaña, estúpidamente vivaracha.  La de convertir en estúpidos a grandes grupos de vecinos y de ciudadanos, engañándolos y estafándolos de la manera más eficazmente estúpida. Y no ya, como en el antiguo y básico cuento del tío donde alguien por ingenua codicia menor acaba desfondado estúpidamente, sino haciéndolos adherir y votar a favor de su propia defraudación y condición de estafados jocosos. Que muchos se estén dando cuenta a medida que se excava en la estupidez y esta encuentra su fatal kriptonita, tiene su justificación, ya que en el reino de la estupidez todo es estúpido, por lo cual sería estúpido que sus intérpretes se desconocieran como tales. Entonces- afines al oximoron- apelan a contradictorias actuaciones, tan verosímilmente estúpidas, que hacen inverosímiles a las reales.

Es cuando fingen mostrarse vivarachos imaginando un público de estúpidos. En el escenario bailan y globean felices; pero una vez abajo se desgracian estúpidamente.