Esta pandemia vino a mostrarnos lo frágil que somos, irrumpió en nuestras vidas para instalarnos frente a la finitud, ante la posibilidad, siempre negada, de enfermar y morir. Estamos delante de algo que desconocemos y eso siempre nos asusta porque nos quita de la zona de confort, de lo conocido. La cuarentena es, ante todo, un estado de suspensión de la “normalidad”, una pausa, un derrocamiento de todas las certezas con las que nos veníamos manejando. Una enfermedad rompe la homeostasis, siempre. Cuando se presenta una dolencia, nos desacomoda. Pero cuando la enfermedad es comunitaria y expansiva, como lo es el coronavirus, desgarra aún más la rutina personal y la “normalidad” social. Entonces el miedo es mayor porque no soy yo y mi enfermedad, también pueden ser nuestros seres queridos, podemos ser todos y todas. La propagación de una enfermedad nos interpela, nos divide: por un lado estamos sanos y vivos; pero por el otro sabemos que afuera, detrás de las puertas de nuestros hogares está el monstruo invisible acechándonos; si salimos a la calle podemos enfermar o ingresar el virus a nuestras casas. 

   Las identidades se han trastocado. Se desarticuló la vida cotidiana. Se alteró aquella rutina que hasta ayer nos contenía. Reina la incertidumbre. Vivimos un fenómeno de extrañeza, lo que está sucediendo es inédito, no lo conocemos. La enfermedad nos acecha muy de cerca. Hay temores, y es lógico, pero no nos servirá demasiado; solo será provechoso ser conscientes de la realidad que nos toca transitar; conciencia que nos servirá para saber dónde estamos parados y qué estamos enfrentando.

   Quedarnos dentro de nuestros hogares, en cuarentena, no quiere decir que estemos presos y paralizados. Desde este encierro transitorio, establecido para no propagar el virus, podemos apelar a la creatividad. Trabajar la tolerancia y la sabiduría del cuidado personal y social, favorecerán la expansión de la conciencia colectiva y la responsabilidad ciudadana. Las vivencias del coronavirus pueden iniciarnos en un proceso de aprendizaje, de transformación subjetiva y social. 

   Estamos ante una gran posibilidad, si sabemos capitalizarla. El coronavirus nos recuerda que la vida es una ofrenda y que no debemos negar la existencia de la enfermedad y la muerte porque son justamente las que nos recuerdan la finitud. Ante un mundo que viene promocionando el individualismo y el “sálvese quien pueda”, nos encontramos delante de la puerta de una gran oportunidad para cambiar y salvarnos entre todos y todas. Estamos interconectados, y esta vez, como nunca, nos necesitamos. Debemos incorporar una dimensión holística de la vida, sabiendo que somos parte de un entramado social, que lo que hagamos nos afectará y afectará a los demás, para bien y para mal.

   Deseo que esta pandemia pase pronto pero que también nos deje las enseñanzas necesarias. Porque hay otras amenazas que estamos desatendiendo: las de un planeta preparado para decir “basta”. Y quizá el coronavirus sea el ingreso a la universidad de la salvación colectiva. Ojalá aprobemos.