Para los que (des)peinamos algunas canas, estos tiempos que corren se parecen demasiado a los de nuestra infancia y primera juventud. Puede ser señal de que ya estemos seniles, pero puede que realmente se parezcan, y más de lo que a muchos nos gustaría. Me refiero a la Revolución Libertadora, su teoría de la “desperonización”, su política de entrega nacional, destrucción del aparato industrial, extranjerización de la economía, endeudamiento, empobrecimiento y creciente desprotección de los trabajadores.

Se ha advertido acerca de la inexactitud de comparar el actual gobierno con el de la Libertadora en razón de que el señor Macri llegó a la presidencia a través de elecciones y no de un golpe militar. Habría que advertirles a estos advertidores que todos los golpes militares –y el de 1955 más que ningún otro– contaron con un muy significativo apoyo popular, lo que de ningún modo justificó sus políticas ni quitó legitimidad a la oposición a ellos. No se hacían sondeos de opinión, pero ni en una sobredosis de LSD, Macri, Peña y Durán Barba imaginarían la posibilidad de convocar una multitud comparable a la que un 23 de septiembre aclamó la asunción de Eduardo Lonardi a la Presidencia de la Nación.

De manera que si queremos comparar, comparamos. Con una salvedad: el gobierno del Pro es aun más antinacional y antipopular que el de Aramburu-Rojas. Se trata de un auténtico Partido del Extranjero ejerciendo el poder de un modo tan crudo, sólido y monolítico como no se vio nunca en la historia argentina, probablemente desde los tiempos de Rivadavia.

También se parecieron –demasiado y en muchos sentidos– los últimos tramos de los gobiernos de Perón y Cristina. Y así como hubo Mercantes, Sampay, Gays, Capellis, Santines, Jauretches y Carrillos desplazados, ahora vemos varearse por ahí muchos Teisaires y Mendé. La diferencia, tal vez, radique en que ahora se pretende justificar a los Teisaires.

Perspectivas históricas

La perspectiva histórica sirve para ayudarnos a superar la tentación a mirar los fotogramas uno a uno olvidando que forman una película. Se entiende: duramos poco sobre la tierra y el lapso que para un pueblo puede equivaler a un instante, puede significar para nosotros toda la vida. De ahí la necesidad de acudir a la historia y la conveniencia de poner las cosas en perspectiva.

Hace unos años, el historiador Eduardo Rosa tuvo la gentileza de facilitarme una compilación –realizada y glosada creo que por él mismo– de cartas escritas desde Panamá por Carlos Pascali en los años 1956 y 1957, y dirigidas a Francisco Capelli, en esos momentos exilado en Montevideo.

“Los hermanos Emilio y Carlos Pascali –dice Eduardo Rosa– integraban en los años 30 el grupo universitario simpatizante de FORJA. El ingeniero Carlos Pascali, un hombre de más de 65 años en 1956, fue en 1952 decano en la Universidad de La Plata. El golpe del 55 lo sorprende como embajador argentino en Panamá, donde puede apreciar el enorme prestigio que tenía por esas tierras el general Perón.  Por eso, sabedor que al abandonar su exilio en Paraguay, el General que volaba hacia Managua haría escala en Panamá, lo convence de que se quede porque sin duda sería bien recibido en ese país”.

Francisco Capelli, el destinatario de la correspondencia, no obstante sus jóvenes 37 años, era un veterano militante de Forja, de la que en 1945 había sido su último secretario general; integró el gobierno de Mercante y, luego de 1952, fue perseguido y expulsado del Partido Peronista, al igual que el resto de los miembros de ese gabinete. En 1955 se incorporó a la resistencia peronista y, exiliado en Montevideo, trató de organizar el Congreso Postal de Exilados, cuyo objetivo subyacente habría sido “soslayar o cuando menos, ejercer influencia sobre Perón en la conducción del movimiento, quien se hallaba en los comienzos de su exilio, en una etapa crítica para la supervivencia del peronismo durante la que se gestaban proyectos alternativos con otros actores” –escriben Delia García y Ernesto Ríos en su trabajo sobre dicho Congreso, en el que apuntan: “La idea de realizar un Congreso Postal de Exiliados fue gestada en 1956, durante el exacerbado proceso de desperonización de la sociedad emprendido por la ‘revolución libertadora’, y casi simultáneamente con el nacimiento del artilugio político ‘frentista’, impulsado, entre otros, por Arturo Jauretche y Rogelio Frigerio, con miras a tornar viable la captación e integración de las mayorías peronistas, desorganizadas y proscriptas, en torno a la figura de Frondizi”.

Si bien contaría siempre con un importante reconocimiento popular, que se incrementaría paulatinamente a lo largo de los años, en gran medida gracias a la acción de quienes lo sucedieron en el gobierno del país, en 1955 Perón emprendió un largo y desparejo camino en pos de la recuperación de su influencia política, que no concretaría sino hasta finales de los ’60, cuando ya nadie –ni él mismo– pensaba en su regreso.

Para el momento de su obligada convivencia con Carlos Pascali, Perón se encontraba en Panamá, aislado, sin dinero, espiado por diversos servicios de inteligencia, amenazado de muerte, proscrito en el país y apenas acompañado por su chofer Isaac Gilaberte, su “agente secreto” Ramón Landajo y Martincho Martínez, un turbio proxeneta con ínfulas de agente literario que se quedaba con los derechos de autor que debía cobrar el General por sus colaboraciones con diversas revistas de actualidad. Azorado, el pobre Pascali observa cómo se suma al grupo una bailarina de 25 años.

Explica Eduardo Rosa

En su introducción a estas cartas, agrupadas bajo el título Los hombres no son dioses, Eduardo Rosa le habla al lector, al que imagina joven, “En usted pensaba cuando di por primera vez con estas cartas. Son, como todas las cartas, monólogos que establecen un fragmentado diálogo con un interlocutor (Capelli) que no escuchamos, pero a través de las respuestas adivinamos. Sin estar necesariamente de acuerdo o desacuerdo con el monologuista, se nos revivieron fragmentos de esa época de lucha. Como éramos muy jóvenes –como me gusta pensar que es usted–, nos volvieron las dudas e inseguridades de entonces. Los años nos hicieron ver las cosas con perspectiva y nos enseñaron a poner méritos y defectos en la balanza; a considerar trayectorias y sentimientos como más importantes que algunas miserias. Tal vez, leyendo a Pascali, un hombre íntegro, honrado y capaz, pero ya grande para tolerar lo que su educación no admitía, nuestro presunto joven lector podrá ejercitar su criterio para diferenciar lo importante de lo accesorio”.

Aquí Pascali

A partir de junio de 1956, luego de varios meses de convivencia, Pascali empieza a mostrar disgusto con Perón.  Dice entonces en carta a Capelli:

“Contestaré a sus requerimientos y aun a sus sugerencias en la forma categórica y franca a que obligan el momento crucial que vive nuestro país y la odisea que estamos corriendo los que al colaborar con el gobierno depuesto sólo gustamos las fatigas del trabajo honorable, sin haber gozado de ninguna prebenda ni de los beneficios que llevaron muchos de los que estuvieron sentados a la mesa del festín. Por eso, el casco de nuestras finanzas hace agua por todos lados.

”Su desilusión respecto a la táctica de prescindencia de los hombres con alguna calidad para reemplazarlos con serviles incondicionales, se mantiene en pie, agravada por el resentimiento que en el ánimo de nuestro hombre produjo la defección de algunos de sus jerarcas: Teisaire, Mendé, etc. Usted sabe, doctor, que los años acentúan los defectos sin generar nunca virtudes. En nuestro caso puedo afirmarle que es así, sobre todo con referencia a la observación que usted formuló en el criterio selectivo del General.

”(...) Es triste incurrir en la apreciación que voy a formularle y que es el resultado de una convicción cosechada a través de siete meses de convivencia: ese hombre tiene una inclinación manifiesta, irresistible, casi una predilección por los hombres inferiores, y una prevención rayana en el desprecio, por los hombres de pensamiento propio y con entereza para no ocultarlo.  Así se explica el desastre y la caída que –más que obra de la traición, como ha dado en calificarse a la revolución de setiembre–, fue inevitable consecuencia de la declinación moral y técnica a que arrastró al gobierno la recua de ignaros e indignos que nuestro hombre se obstinó en mantener como colaboradores dilectos. 

”Esto, doctor, no podemos decirlo fuera de nuestro círculo, por elementales razones de lealtad y de dignidad, pero estamos en el deber imperioso de reconocerlo y confesárnoslo entre nosotros”.

Por elementales razones de lealtad y de dignidad, dice Pascali, no obstante creer “indispensable que el partido se organice en forma vigorosa y auténtica, con dirigentes que sean expresión de la voluntad de los afiliados y sin digitación alguna.”

No tendría suerte, porque mal que nos pese la historia no discurre de acuerdo a las instrucciones de ningún manual de lógica, razonabilidad y sentido común, sino según lo van queriendo las circunstancias y pudiendo los protagonistas.

¿Qué es lo que pretende Pascali? Nada más y nada menos que esto:

“Y es allí, doctor, donde ustedes, los hombres jóvenes, que lucen el título habilitante de su talento y la flor de lis de su honestidad deben intervenir desde la primera hora evitando que el movimiento sea copado por ninguna férula inferior que lo lleve al incondicionalismo que ya conocemos, y que, si para algunos se tradujo en conquista de prebendas y realización de peculados, para el noble pueblo, para la nación entera se tradujo en dolor, desesperación, sangre y desastre, Bramuglia, Jauretche, López Francés, Leloir, Cooke, usted, y muchos más: todo aquel precioso elemento que integró FORJA debe reactualizar su cohesión vigorosa, exhibir su prestancia intelectual y servir de avanzada que abra al movimiento el camino limpio de mezquindades, de egoísmos y turpitudes. Tengo absoluta convicción que si ustedes se mueven el porvenir de nuestra organización y, por lo mismo, el del país quedará salvado”. 

“Siento fe –dirá Pascali más adelante– y trato de infundirla a los demás para intervenir en una acción colectiva que no implique el resurgimiento del personalismo cerrado que ocasionó nuestra desgracia.

”Desearía que tomara estas palabras como la expresión sincera del pensamiento de un hombre que no aspira a nada, pero que anhela la redención de su patria. Tampoco crea que me mueve ninguna amargura  ocasional al hablar así.  Hace más de seis años, en las postrimerías del primer período de gobierno, he pensado muchas veces y nos hemos confesado reiteradamente entre militantes conspicuos que las gestiones gubernativas estaban tan desajustadas, tan en pendiente que ‘veía írsenos de entre las manos al gobierno’. Por eso, la debacle de setiembre para mí no fue ninguna sorpresa. La esperaba hacía tiempo. La atmósfera pública estaba saturada de repugnancia contra el elenco que integraba el gobierno. Para determinar la caída, sólo faltaba, como en las soluciones sobresaturadas, el pequeño sacudón que causa la precipitación de soluto.  Este sacudón fue el cuartelazo de setiembre, al que se sumó gran parte de la ciudadanía, pese a la obstinación de muchos en no querer reconocer esto último.  Creo más, doctor: si en la revolución hubiera actuado algún hombre inteligente que recogiera las mejoras del Justicialismo como bandera, nosotros no tendríamos ya  nada que hacer”

Las cartas son numerosas y, en su mayoría, extensas, pero vale la pena su lectura. Permite poner las cosas en perspectiva, como aconseja Rosa e intenta el propio Pascali, “por elementales razones de lealtad y de dignidad”, no obstante las ofensas recibidas de Perón quien, harto de sus críticas, lo llega a tildar de “borracho”.

“En un bellaco, en un malandrín –escribirá Pascali, esta vez al propio Perón– la mentira no tiene otro significado que el de una simple expresión de estado moral; pero en un expresidente de los argentinos la mentira es una indignidad imperdonable. Para justificar su desagradecimiento usted me acusa hoy de ‘ser un borracho que bebe una botella de whisky por día’. ¡Ojalá pudiera hacerlo, porque además de mi holgura financiera, demostraría gozar de una salud privilegiada del tipo que la naturaleza otorgó a supervalores humanos como Winston Churchill, que fuma muchos habanos al día y bebe una botella de whisky sin embriagarse, y que no ha degradado su personalidad convirtiendo su lecho en revolcadero ridículo con una prostituta de veinticinco años”.

Y antes de enumerar lo que a su juicio fueron arbitrariedades e injusticias practicadas por Perón y su círculo contra quienes habían sido sus más leales seguidores, Pascali culmina así este auténtico memorial de agravios: “Una larga galería trágica de ingratitudes ilumina, a la manera de fuego fatuo, la trayectoria de su actuación”.

“No hay grandes hombres para su Valet –comenta Eduardo Rosa–. Hubo un Dios que se hizo hombre y lo crucificamos. Pero no hubo nunca un hombre que se hiciera Dios, aunque en nuestra admiración, a veces queramos deificarlo; que es otra forma de crucificarlo”.

Padres e hijos de Saturno

Entre Pascali y yo ya nombramos algunos:

Luis Gay, fundador y principal dirigente del Partido Laborista, secretario general de la CGT, defenestrado por Perón quien, en forma evidentemente injusta, lo acusó de estar al servicio de EE.UU.

José Espejo, junto a Armando Cabo, Isaías Santín y Florencio Soto, uno de “los mosqueteros de Evita”, objeto de una rechifla organizada desde el Ministerio de Interior que precipitó su desplazamiento de la CGT.

Domingo Mercante, principal colaborador de Perón y popular gobernador de la provincia de Buenos Aires, presidente de la Convención Constituyente de 1949, perseguido y difamado tras finalizar su mandato en 1952.

Arturo Sampay, artífice de la Constitución de 1949, tuvo que huir del país en 1953 disfrazado de sacerdote.

Los militantes de FORJA Miguel López Francés, secretario de Hacienda, y Julio César Avanza, secretario de Cultura del gobierno de Mercante, encarcelados por defraudación en 1952 y declarados libres de culpa y cargo a inicios de 1955.

John William Cooke, cuya reelección como diputado nacional fue impedida por el secretario de asuntos técnicos Raúl Mendé y el sinuoso secretario de asuntos políticos Román Alfredo Subiza, quien también frustró la elección como senador nacional de Luis Gay.

Ricardo Guardo, presidente de la Cámara de Diputados en el período 1947-1948, quien de buenas a primeras desapareció de los periódicos, radios y noticiero Sucesos Argentinos por decisión del secretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold.

Arturo Jauretche, presidente del Banco Provincia entre 1946 y 1952, desplazado de la vida pública junto a los demás colaboradores de Mercante.

Ramón Carrillo, el más notable de los ministros de Perón, obligado a renunciar por intrigas del vicepresidente Teisaire.

Sin embargo, ninguno de ellos se sumó a la oposición a Perón –"uno quiere al peronismo como se quiere a un hijo, porque sufrimos en su nacimiento y desarrollo", escribe el ya desplazado Carrillo– y, por el contrario, la mayor parte de ellos fueron pioneros en la resistencia contra la restauración conservadora, una actitud que hoy puede resultar chocante a más de un sinvergüenza que se esconde detrás de un supuesto “pragmatismo”.

En 1962, en una larga nota al pie de su libro Forja y la década infame, Jauretche dará una pista sobre la lógica y razones de tan inusitado comportamiento, que acá reproducimos, convencidos de que seguramente pueda resultar de utilidad en momentos como este y, de paso, sirve para evaluar las decadentes trayectorias de más de un destacado dirigente, unos cuantos activistas resentidos y algún respetado cineasta.

Dice Jauretche

“Creo que se atribuye a Mirabeau una frase que ha hecho carrera: 'La revolución es como Saturno, que devora a sus hijos'. La frase es bella, pero inexacta: la revolución devora a sus padres, los precursores.

”Los precursores de toda revolución, pese a sus divergencias con el sistema que combaten, son hijos de su época y, como tales, no pueden desafiliarse totalmente de ella: acatan sus escalas de valores, su estilo, su estética y su ética. Ocurre que cuando el hecho revolucionario se produce, a la par de los frutos esperados aparecen otros menores y sorprendentes. El viejo revolucionario se encuentra enfrentado a hechos nuevos que no estaban en sus previsiones; se vuelve díscolo y termina por ser sustituido por promociones nuevas que se adecuan más fácilmente al intervalo penumbroso que hay entre la perención de los viejos ‘modos’ y la definición de los nuevos. Es hora de audaces e improvisadores; entre éstos los hay de buena fe y los que sólo son pescadores de río revuelto y desaprensivos aprovechadores. Las nuevas condiciones que derogan el orden habitual del mérito y de la fortuna están llenas de sorpresas.

”La revolución, así sea pacífica, no es como la inauguración de una casa nueva bien pintada y con jardín al frente. Por el contrario, está terminado el comedor y falta el cuarto de baño, la mezcla anda derramada por el suelo y se choca en todas partes con baldes y escaleras; es el momento en que el viejo revolucionario empieza a preguntarse si no era mejor la casa vieja que, con todos sus defectos, respondía a los hábitos adquiridos. Es aquí donde el viejo revolucionario debe recurrir a la filosofía y a sus conocimientos de la historia para resignarse a ser un espectador donde creyó ser actor de primera fila.

”Su actitud de ese momento es la prueba de fuego; ella nos dice si el luchador estaba en lo profundo de los acontecimientos que reclamaba o sólo en lo superficial, pues debe resignarse al drama del silencio, tironeado entre lo que ve que anda mal y el mal que hará al proceso que contribuyó a crear si lo combate, pues pronto es arrastrado a la posición de sus adversarios irreductibles. Error éste irreparable, porque una cosa son las críticas a las imperfecciones del proceso y otra el plan revanchista de los vencidos por la historia. En este momento está en riesgo de negarse a sí mismo y convertirse en instrumento de la contrarrevolución antinacional, como ha sucedido a muchos en la reciente ocasión (me refiero a la contrarrevolución de 1955).”