Habita en mí la etrusca y solemne pujanza mediterránea

     de ese lúcido padre nacido en el Golfo del Tigullio,

niño de diecinueve años que rememora su desesperación

tornando embrujado de la Gran Guerra a patear guijarros

     en la Soberbia, rica de tortuosas callejas y mansiones,

ligurino perdido en el exiguo semicírculo del paese amado 

     entre antiguos castillos, playas y colinas presumidas.

Ese labrador de amores ondula el austero paisaje rocoso

y fantasea volver al aire de villas con pescadores rústicos,

    nadar en bahías cuya gracia cantaron Plinio y Petrarca

o pisar las uvas ávido de besos en la belle rivera levantina

    sin perder nunca de vista el azul cristalino de su mar.

Habita desolado en mí, cual inquietante velo de sombras,

su trajinar solitario a través del fulgor de las Cinque Terre,

     esplendor de ensueño célebre por sus plácidas vistas,

franja costera estrecha, desnuda, trasmutada en cornisa

     con pueblos atrincherados entre el mar y los peñascos.

Y aquel dolido retorno con sangre de soldado en las manos

     para hallar fría indiferencia en los ojos y falta de trabajo,

acometer un viaje agobiado, sin espacio, comida ni higiene

     hacia la taciturna esperanza inmigrante de América,

su hambre reflejando un bocado de la tristeza del hombre y

acaso, entre naranjales, la fe ciega de mi abuela analfabeta.

Habita en mí su silente melancolía

     en los atardeceres de grafía pendular al escalar quimeras

o terrenos empinados sobre abismos de agua esmeralda, oler

     un perfume de jardines y subir el sendero hacia el Mesco,

paraíso que he explorado uniendo cíclicos pueblos entre sí.

     Atisbo su pena entre barrancos al golpear el oleaje

mientras bebe sciacchetra y come pan mojado en aceite.

La madre espera allí donde amó Byron y se ahogó Shelley,

     mi padre remonta vidas gastando sueños treinta años:

     no olvida las parcelas sudadas durante generaciones

     ni su costa salvaje con arboledas de olivares verdosos

y vuelve para que ella lo bese antes de darse a la muerte.

Calla, nostalgia: ese abrazo de adiós es su hasta siempre.   

Habita en mí, parido en tercera clase de dos viejos navíos,

    la impura y lúbrica belleza de Trincaria, isla testigo;

griegos, romanos, árabes, normandos, españoles: todos

    conquistaron su siciliano sol bordeando el Mar Tirreno;

veo limones de oro (bajo el sol amarillo igual a un girasol)

    rodar pálidos por el valle en la bruma roja del crepúsculo

o el siroco clavarse en la frente antes de que emerja la luna;

    veo el teatro griego de Tíndari y a mis abuelos de Patti,

manuscrito que escribe vidas nacientes borrando las viejas.

Habita en mí el balcón hacia el mar sombrío de Pirandello

    cuyo bramido inasible coronaron Esquilo y Platón,

palacios corroídos por el tiempo y una inusual siesta súcula,

    laderas en forma de terrazas contorneadas por siglos,

escalones rizados lamiendo el mar con flores voluptuosas

    cosidas a viñedos, montes de olivos, volcanes y mafia;

veo a esa pareja colmada de hijos expatriada a L´América,

prisioneros que rompen ligaduras y cortan en dos su alma

    con la negrura viscosa de una añoranza permanente,

veo a mi quinceañera madre destinada a amar a mi padre,

el mañana abrirse y un enigma, la orfandad llamada  exilio

    en la memoria del origen.