El fútbol, el deporte capitalista por excelencia, debe responder a la lógica del mercado: ganar como sea. En el fútbol, los que no ganan fracasan. Los clubes, como las entidades bancarias, piensan sólo en ganancias. Los jugadores son sus billetes, y nosotros la propaganda. Nosotros, los que olvidando lo que hay detrás de la pelota, creyendo que es verdad lo que sucede dentro de la cancha, como cuando miramos una buena película, sostenemos la mentira que nos hace olvidar, aunque sea por unas horas, qué nos sucede, quiénes somos y qué está pasando en el país, en el mundo. ¿Y por qué olvidamos y vamos a la cancha y usamos la casaca y miramos por tevé a nuestro equipo, o miramos series en serie, sin parar? Porque formamos parte de un sistema que requiere de nuestra pasividad de espectadores para poder gobernarnos. El mundial 78 es el ejemplo más espantoso, “fiesta” con la que los militares pretendían venderle al mundo la falsa imagen de que éramos un país derecho y humano. Los que manejan los hilos (las cadenas) del poder, nos necesitan “entretenidos”. Y si no hallamos pasiones propias, mejor, así nos apasionamos con causas ajenas, con la corriente que nos lleva a ser espectadores, pasivas marionetas, nunca protagonistas, de una vida que no termina de ser nuestra.

   Si de algo me sirvió el fútbol es para encontrar algunas metáforas para aplicarlas a mi vida y en mi trabajo. Suelo decirles a mis pacientes ansiosos que sean un poco más Riquelme, que piensen antes de patear, de definir, de hacer algún movimiento. A un adolescente que repitió, le propuese que arranque el año ganando los partidos, metiendo materias, porque si se quiere salvar del descenso faltando dos fechas, puede volver a repetir. De chico me ilusionaba, usaba la camiseta como una segunda piel, como un emblema que me representaba. Decía “Soy de Boca” y era portar un sentido, una definición, era uno de los tantos modos de ser y de estar en el mundo, en mi mundo. Con los años, otros fueron los emblemas que me representaron, “ser psicólogo”, “ser escritor”; hacer y ser, para darle una dirección a la vida. Hay personas que en el Ser de un equipo de fútbol se les condensa todo el Sentido del existir y no solamente un sentido más para vivir. Y uno ES (de Boca o de una religión, entre otras cosas) porque así nos determinaron en la programación cultural/familiar, del mismo modo que nacemos porque así lo decidieron nuestros padres. Me desilusioné con el fútbol por los pases de jugadores que se venden al exterior y cuando les quedan las últimas bocanadas, regresan, como si nos hicieran un favor. Me desilusioné por la violencia, porque sin visitantes el rival está más solo y más vulnerable. Me desilusioné por las inmundicias de los dirigentes, de los entramados ligados a lo económico, a lo político, a las conveniencias propias del mercado. Y desde luego, perdí otras ilusiones, como sucede cuando uno va creciendo.

   El fútbol es, se sabe, un negocio. Un jugador vale lo que rinde, un técnico también. Sólo los que aprecien el buen fútbol defienden el juego más allá de los resultados. Es obvio que jugar bien y perder, duele; y que no es lo mismo que jugar mal y ganar, que queda más del lado de la suerte, o de esa otra forma de la suerte que es la ayuda de los árbitros. Pero en el fútbol actual, hay que ganar como sea. Se sabe que la historia la escriben los que ganan, es por ese motivo que un segundo puesto, aunque sea en un mundial, termina siendo una derrota. Y si hay que ganar como sea, entonces hay que sostener la perversa ideología que señala que no importan los medios con tal de alcanzar los fines. ¿Mato a mi vecino para quedarme con su mujer? ¿Quiebro al jugador titular para ocupar su puesto?

   En un partido de Boca de hace algunos años, no recuerdo contra quién jugaba ni el resultado, sucedió la siguiente escena que nunca olvidé: Un hombre de contextura delgada y tomado del alambrado, le gritaba a Riquelme: “Fracasado.”. Román lo contempló de reojo, como un tímido enamorado, pero no le dijo nada, pateó su tiro de esquina, tranquilo, como cuando le hizo el caño a Yepes, y continuó con su juego, el juego que seguramente ya tenía ideado en su mente antes de patear la pelota y mientras el hincha rival lo iba provocando.  

   Decirle “fracasado” a una persona es ofenderlo, cobra el valor de puteada porque es un término con un alto voltaje por su contenido social. ¿Qué es fracasar? ¿Riquelme, que jugó en Boca, en la selección, admirado no sólo por hinchas de su club sino por otros espectadores del buen fútbol, es un fracasado? ¿Quién fracasa, Messi que aún no ganó un mundial con la selección argentina?  ¿Fracasan los adolescentes que repiten de año, las parejas que se separan, los que no consiguen conquistar a la mujer o al hombre que aman? Definitivamente no. Fracasan los que no arman un juego propio y se quedan estupidizados ante las pantallas montadas para no pensar.

   El filósofo coreano Byung-Chul Han, señala que: “quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace responsable a sí mismo y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la inteligencia del régimen neoliberal. Dirigiendo la agresividad hacia sí mismo, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo”.

   El revolucionario se opone al sistema, su ética es la del cambio, desde el pensamiento hacia la acción. Por el contrario, las mujeres y los hombres actuales se desvanecen cuando no alcanzan los objetivos impuestos, caen en la nada, incluso hasta poner la propia vida en riesgo. Y no hablo sólo de la muerte real, hablo del morir subjetivamente, del sujeto que desaparece siendo objeto del manejo del Otro y no alcanza a bordear la gran aventura de ser uno mismo. Este es, lamentablemente, un mundo con más depresivos que revolucionarios. La ideología reinante nos quiere entretenidos y fracasados y establece que los sujetos que no rinden, queden afuera. Se puede constatar en todos los ámbitos e instituciones, pero por sobre todo en los colegios. Al diferente se lo etiqueta y, si no funciona como “debe” funcionar, se lo diagnóstica y se lo expulsa. Lo mismo con la pobreza y su criminalización, estableciéndose una ecuación maliciosa que determina que el pobre es el que roba. Sistema que condena sin ir a los cimientos, a las causas primeras que pueden llevar a que ciertos pobres roben, como también roban los ricos, los de “guantes blancos”, como suele decirse, que son menos visibles o tienen quienes los ayuden a salir de los embrollos sin castigo ni cárcel. Estamos en medio de un sistema que disciplina a los sujetos para que consuman sin que se percaten que a su vez son consumidos. Sistema que robotiza para que el sujeto no revise los conceptos, no haga autocrítica y no se rebele, y siga bailando al ritmo de los que dirigen la orquesta.

   Entonces, ¿quién fracasa? Fracasa el espectador del sistema imperante que se acomoda en la incomodidad. Fracasa el que no persigue sus deseos, sus sueños. Fracasa no el que no logra sus objetivos sino el que no intenta alcanzarlos. Fracasa el que no llega a la meta porque emprende su camino con tibieza y ante los primeros obstáculos se detiene. En la vida, como en el fútbol, fracasa el que se vende, el que juega solo sin tener en cuenta al otro, el que no traspira la camiseta y el que se da por vencido antes de que el árbitro pite el final.