I) Si uno lee los diarios o escucha las radios de los medios considerados progresistas, medios que -a grandes rasgos- podría considerarse que alientan una política nacional, encuentra coincidentes análisis sobre el quebranto que el macrismo causó en la industria argentina, reseñas sobre las enormes, adversas consecuencias para la producción propia que trajo la apertura indiscriminada de las importaciones, en fin, un examen crítico sobre los cuatro años de un gobierno neoliberal que tuvo como uno de sus grandes ejes la valorización financiera de grandes jugadores externos, con la consecuente destrucción del trabajo del país y la persecución de todos aquellos agentes (desde dirigentes sociales y políticos, hasta jueces y sindicalistas) que sostuvieron una defensa de la producción nacional. En esa prensa progresista siempre encontramos notas sobre los resultados tremendos de este proceso de pérdida y desvalorización del trabajo argentino, que si bien el macrismo exasperó vertiginosamente en estos años, pensado en ciclos históricos todos coinciden en que fue con la dictadura de 1976 y la convertibilidad menemista en que ese proceso de extranjerización experimentó impulsos decisivos. Cuántas veces se comentó de modo crítico aquella famosa publicidad de las sillas importadas en plena dictadura, en la que el sujeto miraba fascinado los bienes extranjeros desechando el enclenque asiento nacional; cuántas otras, durante el menemismo, asistimos al relato encantado de nuestra incorporación al llamado primer mundo, mientras caía la producción de bienes argentinos y nuestros trabajadores eran expulsados a la pobreza.

Si bien este fenómeno se enmarca en el contexto mayor del nuevo funcionamiento de la economía mundial, el caso particular de la Argentina fue –como lo demuestran estudios económicos serios- el más profundo y excluyente en América Latina. Este proceso no hubiera sido posible –recuerda Eduardo Basualdo, uno de los que estudió con seriedad el asunto- sin una modificación en la naturaleza del Estado, que interrumpió su política de sustitución de importaciones, promovió el endeudamiento del sector público en el mercado financiero y alentó la fuga de capitales locales al exterior, aportando las divisas necesarias para ello. Toda esta inmensa pérdida de riqueza nacional fue la consecuencia de la subordinación estatal a la nueva lógica de la acumulación de capital por parte de las fracciones sociales dominantes y es importante decir que requirió una profunda modificación ideológica de la sociedad para que esa extranjerización luciera deseable, para que la pérdida de soberanía y la subordinación a los bloques de poder externo fueran los únicos destinos posibles.

         A grandes rasgos, a estas conclusiones se llega de manera coincidente en los segmentos de Política y Economía de los medios de comunicación progresistas de los que hablamos.

II) Ahora bien, cuando pasamos de las secciones de Política y Economía, al segmento de Cultura, no se sabe por qué raros acontecimientos argumentales, aquellas conclusiones no tienen vigencia. Parecería que nuestra producción nacional cultural, el cuidado o la pérdida de nuestro patrimonio más genuino, la suertes y desdichas de los trabajadores del arte argentino, fueran asuntos completamente independientes de aquellas determinaciones mayores que afectan al trabajo de un tornero del Gran Rosario, al mercado de los fabricantes de pelotas de cuero en Córdoba o de alpargatas en Florencio Varela. Entonces, se da el curioso fenómeno consistente en escuchar en la radio una fuerte y bien fundamentada crítica a la extranjerización de la economía, de leer en el diario una nota donde se fustiga con razón al funcionario argentino que se doblega ante el representante de un organismo de crédito internacional y deja indefenso el interés nacional, para pasar luego al “recreo cultural” donde se comenta, difunde y encomia las megaproducciones de Netflix, la gira de la fastuosa banda inglesa de rock y el último libro de un novelista neoyorquino, como si nada de eso formara parte de la misma lógica que rige la extranjerización de la economía y el sometimiento del funcionario, como si los extensísimos espacios dedicados a la divulgación del trabajo artístico extranjero no acarreara pérdida alguna en los trabajadores de la cultura nacional, que demandan –para el ejercicio de su arte- los medios para transmitir su producción al público argentino.

Cualquiera que preste atención a ello, puede constatar que la inmensa mayoría de las notas y comentarios culturales de los medios llamados progresistas –sea de la prensa escrita o radial (la TV está casi totalmente cooptada por los medios hegemónicos alineados con las corporaciones transnacionales)- están destinados a la reseña y difusión de la producción extranjera. Antes de que vuelen descalificaciones por retrógrado nativista, facho y otras sutilezas, me permito preguntar si estas imputaciones no son equivalentes a las que el macrismo (pero antes toda la tradición liberal argentina) lanzó a todo aquel que defendiera la industria nacional: cerrados al mundo, contrarios a la modernización, negados al progreso.

         La actitud de la mayoría de los periodistas dedicados al arte en sus variadas formas –repito- de los medios progresistas (sería más comprensible constatar ese comportamiento en los del diario La Nación, dada su vieja acritud hacia nuestro arte bárbaro), parece posicionarse desde un cosmopolitismo cultural, pero creo que en el fondo entraña un profundo desdén hacia el trabajo de los artistas nacionales y hacia la honda tradición en la que abrevan. (La escasa excepción la constituye la atención dada a aquellas bandas de rock o pop de Buenos Aires, muy taquilleras, cuyo entramado con las formas musicales y narrativas de la profusa tradición nacional está siempre en discusión).

         Y aquí hay que decir que esta desconsideración de los medios a los trabajadores del arte nacional no fue una constante histórica, sino una actitud del periodismo cultural de los últimos cuarenta años, que guarda una absoluta coherencia con aquella profunda transformación ideológica de los años setenta, tan peyorativa de lo nuestro y tan necesaria para aceptar la pérdida de soberanía nacional, la subordinación a los bloques de poder externo. Doy un ejemplo, si bien la música folklórica argentina registró un apogeo en los años cincuenta y sesenta debido al auge industrial de postguerra, que aparejó la llegada a Buenos Aires de una inmensa migración desde las provincias, lo cierto es que existieron medios (cada radio tenía su plantel de músicos) donde ese arte se transmitía; hubo entonces mercado para esas formas artísticas que cantaban al paisaje y al habitante de nuestro territorio. De ese modo se conocieron poetas, compositores, instrumentistas extraordinarios. Los músicos podían grabar sus discos y brindar conciertos para un gran público; los poetas editar sus libros. Nuestra industria cultural creció y permitió el florecimiento de artistas entrañables, de enorme calidad.

         Una vez le preguntaron al maestro Eduardo Falú por la declinación de tal auge. Contestó señalando a la dictadura de 1976. El quebranto de la industria argentina, la desnacionalización de la economía del país, la pérdida de nuestra riqueza, necesitó un severo quiebre ideológico que afectó también a sus formas artísticas (se sabe que toda estética implica una política). Eduardo Falú recordaba la nómina de artistas perseguidos, prohibidos, obligados al exilio, aquellos que enancados en antiguas formas musicales y populares del país, cantaban en zambas la vida de penurias del zafrero, en vidalas la explotación de los mineros, en milongas el latifundio pampeano, en canción litoraleña el trabajo en el obraje maderero, en chacareras la burla del Poder Judicial, o encomiaban en chayas la gloria de los caudillos federales y la unión latinoamericana. Los nombres de Buenaventura Luna y Yupanqui, de Armando Tejada Gómez y Tito Francia, de Pepe Núñez, de Jaime Dávalos, de Manuel Castilla y el Cuchi Leguizamón –entre tantísimos otros-, fueron paulatinamente perdiendo lugar en los medios, esa riqueza nacional fue silenciada por el desdén o la censura, al tiempo que crecía un interés por la producción de artistas de otras tierras, interés que no necesariamente guardó relación con la calidad de sus obras. Si hoy se le pregunta a la gente menor de 50 años por algunos de aquellos nombres, tal vez el grueso tenga alguna referencia de alguno, muy pocos de su obra, para otros tantos serán desconocidos. Quizá no pase lo mismo si se los interroga por los nombres de la formación de los Rolling Stones o por algún libro de Paul Auster. Hoy dicho interés constituye el canon del progresismo cultural argentino.

         Esas predilecciones, esos accesos culturales no son meras oscilaciones del gusto, sino elecciones forzadas entre el ceñido universo que se ha tenido a la mano para apreciar; quiero decir que lo que hoy se presenta sencillamente como gusto encubre la decisión de política cultural que lo incluyó dentro del corto abanico de lo deseable.

         Lo curioso es que aquellos medios llamados progresistas que no dudan un segundo en la conveniencia de la imposición de aranceles para que los bienes extranjeros compitan en igualdad de condiciones con la producción nacional y no la destruyan –como asistimos en estos desoladores años de macrismo-, cuando se trata de los consumos culturales (perdón por la expresión) asumen la postura del más cabal de los neoliberales a nombre de un mal concebido cosmopolitismo que no deja casi espacio para los artistas argentinos, como si el charanguista de Santiago del Estero, el compositor litoraleño o el poeta de la Patagonia no merecieran el mismo amparo que el resto de los trabajadores argentinos ni requirieran la consolidación de un mercado interno para su sostenimiento y para el florecimiento de su arte.