Un regreso tan deseado como temido: El primer día en la escuela en tiempos del coronavirus.

Ser testigo del inicio de las clases será otro de los aprendizajes que me dejará esta pandemia. Además del consultorio, trabajo como psicólogo en una institución educativa en Ituzaingó, en el lejano Oeste de la provincia de Buenos Aires. El lunes es mi mañana libre pero decidí presentarme a la escuela suponiendo de antemano que resultaría una jornada difícil, y así lo fue. Llegué temprano. Puse mis pies sobre la alfombra sanitizante y luego una auxiliar me tomó la temperatura corporal en mi muñeca derecha y disparó alcohol sobre mis manos. Y me sumergí en la escuela que empezaba a ser otra, definitivamente. Cruzarme con las compañeras y los compañeros en la realidad más real después de un 2020 tan virtual. Titubear. “¿Cómo nos saludamos?”. “¿Puño?”. “¿Codo?”. “¿Quién sos?”. “Ah, sí, no te reconocí detrás de la máscara empañada, el barbijo y los anteojos”. Hablar a los gritos. Descargar palabras repletas de incertidumbres, de angustias y de ansiedades. “¿Se podrá trabajar así?”. “¿Por cuánto tiempo?”. “¿Quién tuvo coronavirus?”. “¿Quién lo tendrá?”. “¿Nadie se vacunó?”. Y sin demoras comenzó a intensificarse otro bullicio, el de las familias en la calle, amontonadas en la puerta, envueltas en la atmosfera de lo raro, de lo impreciso, de las vacilaciones que obnubilan el pensar.

Lentamente comenzaron a ingresar las niñas y los niños. Percibía una tensión dolorosa, la de un regreso tan deseado como temido. Sin festejos, ni abrazos ni besos, sin intercambios de figuritas ni juguetes. Una fila silenciosa, mirándose las nucas, mirando el suelo, como pequeños jubilados que ya están resignados. Y los rituales higiénicos: los pies, las manos y las mochilas sanitizadas por el personal que se movía como fueran exterminadores de plagas. Algunos llantos y varios ingresos que se frustraron. ¿Cómo desprenderse de los padres luego de un año de estar conviviendo con ellos? ¿Y las docentes y los docentes que tuvieron que dejar a sus hijas e hijos después de la extensa convivencia hogareña? Una peste impensada que de pronto invitó, forzó, a resistir dentro de los hogares, y luego, sin que estuvieran dadas las condiciones reales para no enfermar, hubo que salir a estudiar, a trabajar, a recuperar los espacios perdidos durante el 2020, pero espacios que dejaron de ser lo que eran. 

Y dentro de las aulas, las burbujas (qué palabra más inconveniente para el intercambio, la interrelación, para la búsqueda de una formación integral), cupos reducidos, mesas distantes, diálogos encerrados detrás de los barbijos, frases inaudibles y miradas salpicadas de inseguridades. Cada curso divido en dos; una semana presencial, la otra virtual. ¿Y qué resultará de todo esto? Quién lo sabe, se hace camino al andar, se enseña enseñando. Y las docentes y los docentes, una vez más, resistiendo, buscándole la vuelta a las locuras del sistema, a sostener la jornada laboral a pesar de las evidentes incomodidades de una práctica que nadie les enseñó. Durante el 2020 trabajaron desde sus casas, con todo lo que implicó inventar aulas en sus cocinas y comedores, enseñar, actuar, leer y escribir a través de las pantallas, en medio de sus vidas cotidianas. Y ahora, allí, en la escuela, frente al alumnado, con los guardapolvos de docentes más los artefactos de astronautas de la educación flotando por el planeta del coronavirus.

¿Qué mundo construimos para esta niñez? ¿Por qué se llegó a esta instancia? ¿Cómo salir y cómo evitar que otras pandemias, guerras o garras sigan destrozando las vidas y la casa común en la que habitamos? Como el río de Heráclito, nunca cruzamos dos veces el mismo lugar, porque ni el río ni el ser que lo cruza son los mismos. La puerta del colegio parecía la misma, pero no lo era, dentro corría un río revuelto por ciento de emociones. Caminé los pasillos. Contuve. Hablé. Escuché. Observé el acontecer institucional. Hice mi trabajo de psicólogo, como pude, aprendiendo a ser en un hacer diferente. Hay que adaptarse, lo sé, es una realidad que no deseamos, que es dolorosa, pero que ya pasará, me dije a mí mismo, alentándome, mientras asomado a un aula de 4to grado observaba a un pibe de anteojos en el que seguramente me veía reflejado. La señorita explicaba algo, no sé qué, y el pibe de anteojos miraba por la ventana, quizá pensaba en su madre, en la leche chocolatada, en un dibujito animado, o tal vez añoraba aquellos buenos tiempos de abrazos y besos, habitando un mundo feliz, sin protocolos para luchar contra una peste que no nos deja en paz.