En la paradoja #quedateencasa, hubo personas que fueron forzadas a la violencia de género, al hambre y la desesperación, frente a otras que pudieron resistir, trabajar desde sus hogares, viviendo una vida más o menos digna y estable. Pero más allá de ese desequilibrio perverso en la balanza de la humanidad, de las injusticias a las que no debemos acostumbrarnos, sin lugar a dudas no hay quien no haya sufrido alguna que otra conmoción en su vida cotidiana, algún síntoma o malestar producto de la pandemia.

  Con la apertura de la cuarentena y el regreso paulatino a la “nueva normalidad”, hay personas que presentan mayores dificultades psicológicas a la hora de retomar la vida en la calle. El llamado Síndrome de la Cabaña es una respuesta frente al miedo y las sensaciones desagradables que se activan ante la exposición, real o imaginaria, a todo lo que implica regresar al mundo externo. Quien sufre este síndrome se queda dentro de la casa y hace de su encierro un estilo de vida. De este modo el hogar se transforma en un refugio, un lugar de resistencia frente al miedo al contagio del coronavirus o a la inseguridad ligada al delito. No necesita de un peligro real, le alcanza con fantasear con un afuera que no garantice la seguridad que puede ofrecerle, a algunas personas, el mundo interior. Presenta ideaciones catastróficas, creyendo que detrás de la puerta de su casa hay un mundo enfermo y violento donde sentiría mucha inseguridad. Para evitar salir, y desencadenar ese malestar, diseña un mundo puertas adentro, un microclima con todo lo necesario para vivir una vida intramuros. Se queda en la casa y hace de ella un mundo por el que transitar. Comer, trabajar y manejarse con el afuera, y otros seres, monitoreado desde las pantallas y la virtualidad. Desde luego que es necesario contar con las condiciones ambientales y económicas que lo permitan.

   El síndrome de la cabaña no es una patología mental sino una respuesta psicofísica y emocional ante el temor a lo que pueda suceder en la calle. Para volver a salir, quienes lo padecen necesitan ganar seguridad en sí mismos y rearmar un afuera al que desear volver, quitándole dramatismo con criterios de realidad. Porque muchas veces no es lo que sucede sino la dimensión que se le da a lo que sucede. El síndrome de la cabaña es una metáfora de este tiempo signado por la pandemia, la violencia y la inseguridad. Para que no se multipliquen los casos de aislamientos, de todos en casa sin poder salir como consecuencia del miedo, más allá de lo que cada sujeto haga con su malestar, urge también armar un sistema social más justo y solidario, y menos violento. Hay que asimilar que el mundo, para bien y para mal, ya no será el que era antes de la pandemia. Debemos diseñar nuevas estructuras. Los seres humanos buscamos ciertas rutinas, somos animales de costumbres y de hábitos que nos contienen. Incluso, y paradójicamente, hay quienes se adaptan a lo que les hace mal y lo sostienen por miedo y resistencia al cambio, a lo nuevo. “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, sentencia una frase popular. Pero estamos ante una gran oportunidad, singular y social, de rearmar un sistema de vida mejor, más equilibrado y pacífico. Si cuidarnos y cuidar sirvió para no enfermarnos de coronavirus, que también valga para no contagiarnos de egoísmo y así ayudar a salir a quienes estén detrás de las paredes que construyeron desde el miedo.