El fascismo golpista
Frenada la ola devaluatoria, sigue la batalla antigolpista. Los medios hegemónicos y la oposición anuncian una mayor inflación con títulos catástrofe y tildan de fascista al gobierno por buscar la inclusión social. Con rumores intentan incendiar el país. El fascismo ya no se limita al pasado, a Mussolini e Hitler. Representa una conducta. Una forma de dominar a un país con el neoliberalismo, como procura en Venezuela la oposición. No posee una raíz ideológica ni es una conducta sólo de derecha. Lucha por ganancias. Su derrota demora, pues está unido a las corporaciones y los intereses de clase. El fascismo hoy no tiene eje en el Estado, como suponen quienes llaman fascistas a Maduro, Evo Morales y Correa. Si el dueño de la pelota no es ya el Estado sino las empresas privadas, es lógico llamar fascistas a muchas corporaciones beneficiadas por el crimen a los pueblos. Fueron empresas privadas extranjeras, no un Estado, quienes se apropiaron del petróleo en Irak. Por supuesto, tras “democratizarlo” EE.UU., como “liberó” a otros 40 países en medio siglo. También Mussolini dijo llevarles “libertad” a los árabes en 1928 al invadir Libia, como Hitler al atacar Polonia en 1939.
Enemiga de sí misma, la gente vota a millonarios que negocian con el Estado: Berlusconi (fortuna: 6200 millones de dólares); Piñera en Chile (2500); Macri (700 millones); o Kerry (mil) que sin ganar, ya comanda. Por esto, cuando los medios propagan que los dueños de la soja son libres de venderla cuando les convenga, proceden como fascistas de mercado: la única opinión que vale es la suya. Presumen definitivo a un sistema económico que tiene sólo 40 años y nació con la Escuela de Chicago y el Nobel de ultraderecha Milton Friedman, muy alabado por los discípulos Reagan, Martínez de Hoz, Menem, Cavallo. Sistema de negocios que enriquece a pocos y expulsa a millones. Le conviene derrocar a Cristina cuanto antes, y en Venezuela, así como en el 2007 exigían en EE.UU matar a Chávez, apuntan a Maduro. Invadir, por el petróleo. Si vencen quizás lo encierren, como al presidente panameño Noriega, ex CIA. Un grupo minoritario de jóvenes que dirige Leopoldo López produjo muertos y destrozos en subtes, micros y dispensarios y creó un clima mediático de caos. Es López, cuya libertad pide EE.UU., quien en el golpe a Chávez del 2002 anunció las mismas medidas que Mussolini el 15 de noviembre de 1926, cuando “en defensa del pueblo” disolvió los partidos políticos y suprimió las garantías constitucionales.
La clase media no valora nada y cree que puede nadar en el dulce de leche. Si no despierta, se ahogará. Soberbia, acusa de autoritaria a la presidenta o a quien defiende el rol del Estado. Manipulada, olvida el autoritarismo privatizado de las calificadoras de riesgo que destruye a países. Los aumentos de precios, las remarcaciones de proveedores y de los supermercados son también fascistas, ya que los deciden sin ningún consenso social. A voluntad del dictador que tiene el poder de hacerlo. Otro negado autoritarismo es el de la banca, o de empresas como Shell, que fijan el precio de los combustibles según su parecer. La presidenta tiene autoridad política. Aunque menos poder real que el dueño de una empresa. Pero la clase media critica a la presidenta, no a quien aumenta. Carece de formación para defender su propio futuro.
Y detesta aprender. Niega que todo lo ha barrido el capitalismo. Si un ciudadano esgrime el derecho a comprar dólares porque se le antoja (le da igual que el país los precise para pagar muchas importaciones), procede como un anarcocapitalista que piensa sólo en sí mismo. Por egoísmo, le quita al Estado su tarea protectora. Al fascista le metieron en la cabeza un pensamiento único: reinado del mercado y que cada uno se salve como pueda. Al tiempo que se queja de la protección del Estado a los vulnerables, en 2002 se opuso a la banca y no al Estado neoliberal que la salvó con dinero público. Paradoja: jamás resigna los subsidios que lo favorecen. El fascismo fue oligárquico, era la unión del rey con la aristocracia y la clase media. Sin clase obrera. Por ello revela ignorancia definir al peronismo como fascista. Éste vive en una tierra de nadie: reclama transparencia, pero emula a la oligarquía y exige autoritarismo policial con terapia de choque para la inseguridad.
Para despertar, la gente debe aprender que comunicar no es informar. Los locutores de medios hegemónicos que se dicen periodistas repiten las quince palabras que les dictaron. Brindan una interpretación virtual dada por sus jefes, no muestran la realidad. Afirman que nunca arriban nuevas inversiones. ¿Por qué no informan del enojo en España, donde acusan a las empresas privadas de huir tras la crisis de 2008? Repiten que los EE.UU. pretenden “libertad” en Venezuela. Veamos. Relata el biógrafo del presidente John Kennedy, Arthur Schlesinger (y memora Noam Chomsky) que tras asesinar, por diferencias, al dictador Trujillo (aliado por décadas) Kennedy opinó que entre estas opciones: 1) un presidente “democrático”, es decir aliado; 2) un dictador como Trujillo; y 3) un opositor como Fidel Castro, prefería la primera o la segunda. Un dictador, “como colocamos en Brasil y Argentina”. Esto ocurrió en 1962, cuando luego de 33 planteos echaron a Frondizi y gobernaba el civil Guido, aunque el poder, según Kennedy, lo ejercían los militares. Es la razón por la cual cipayos argentinos esperan un “golpe blando” en Venezuela. Y lo anhelan, con golpes de mercado, en la Argentina, pues los economistas pronostican males como gurúes de un politburó.
Para evitar el desencanto, la corrupción (policial u otra) y la ineficacia, hay que profundizar el modelo. Un ejemplo ideal es el Plan Progresar. En cambio, la receta que contra la inflación reflejan como espejos los portavoces de los monopolios es la ortodoxa: austeridad y recortes. Conforman el tribunal que si el modelo caduca decidirá otros ajustes. En soledad. Son socios del cruel Imperio que avasalla. Sus empresas dominan, codician más, y sus esclavos viven con dos dólares al día en varios continentes. O un celular para vaciar su mente, atontada con frivolidades. Según es ley de vida, las generaciones pasan. Hoy no recuerdan el 2001. En el film de 1997 “El mañana nunca muere” el villano es un magnate de prensa al estilo de Murdoch o Magnetto, que se vanagloria de manipular a la gente con sus titulares y con ellos casi genera una guerra que evita el agente 007. No hay que dejarse influir. Lo útil es debatir logros de la década ganada para que la memoria no cese. Y a la agresión antipopular responder con propuestas inclusivas. Del debate saldrá la única globalización aceptable: la de la solidaridad.