La foto del chico ahogado dice más que –como suele recitarse– mil palabras que ya se han susurrado, dicho y gritado contra la barbarie capitalista que se abate sobre gran parte de la humanidad para que una pequeña porción viva su ilusión de confort.

La imagen del chico sirio muerto en la playa pone blanco sobre negro, como no pueden hacerlo titulares enormes en los grandes diarios –que no suelen hacerlo–, el mundo real en el que, como Aylan, estamos sumergidos.

Cuentan que cuando, por primera vez, se enfrentaron al hombre blanco con sus artilugios fotográficos y pudieron apreciar el resultado de una toma imprevista, algunas tribus se negaron de ahí en más a enfrentar la lente óptica con el argumento de que les arrancaba el alma para eternizarla en un instante helado, tenso.

Tal vez por esa razón, de un modo inconsciente, ancestral, la foto nos despierta del letargo cotidiano como no pueden hacerlo las palabras; es bien distinto, claro, que te cuenten que un chico ha muerto a que te muestren en primer plano su cadáver.

Porque eso es lo que es: lisa y llanamente, un cadáver insepulto que exhibe en todo su impudor el flagrante sistema de desigualdad en el que y por el que las naciones naturalmente ricas tienen poblaciones enteras sometidas a la pobreza mientras las naturalmente pobres gozan de bienestar y hasta cierta holgura.

No fue un accidente, Aylan no 'se murió': es víctima del crimen de lesa humanidad, como otros millones en el mundo, perpetrado por los poderes fácticos del sistema. Debemos sepultar este sistema, pues, para no tener que sepultar más chicos en ningún otro sitio.