La pregunta, que tantas veces me hice, acerca de si el arte nos puede salvar, me llevó por diversos caminos. En principio, a indagar en los efectos que me causaban el leer y el escribir, si algo en mí, en este recorrido, había sido salvado. También, a revisar la historia de mi familia, a conectarme con las obras de mi padre y de mi abuelo, artistas plásticos, y pensar qué había sido para ellos esa resistencia, sostener espacios artísticos en medio de la vida familiar y laboral. Y después, abriéndome al campo social, qué podría causarle a seres excluidos, marginados, el encuentro con alguna forma artística. Así, durante cuatro años, concurrí al Parador Retiro y tuve la increíble experiencia de dictar un taller literario reflexivo dirigido a hombres en situación de calle. Mi función, la de coordinador o profesor, era “simplemente” leerles cuentos y poesías, y luego abrir el espacio de reflexión para que cada uno pudiera conectarse con el sentir y dar su opinión. Lectura oral y compartida que terminaba excediendo formalidades y análisis literarios para abrir las puertas del mundo interior. Un cuento, un poema, o parte de una novela, resultaban ser un potente imán que atraía retazos de historias olvidadas y memorias sepultadas por la tierra de los días (mal) vividos. La lectura y la reflexión grupal le daban paso a lo singular. Con el correr de las sesiones y el establecimiento de un lugar de pertenencia, respeto y confianza, ya no se trataba solamente de lo que el texto “decía”, sino de lo que “le decía” a cada uno, dándole lugar a la apertura de la intimidad. Esos hombres, ¿fueron salvados por al arte? No en el sentido de que hayan podido resolver sus situaciones de personas “sin techo”, o dejado de ser excluidos sociales. Pero sí, al menos en ese breve espacio en el que acontecía el taller, dejaban de ser objetos de un sistema que los cosifica y los ubica sólo entorno a cubrirles (a veces) las necesidades básicas, como si de eso, sólo de eso, se tratara la dignidad del ser humano. Y, desde esa propuesta, la posibilidad de que cada uno pueda identificar sus anhelos y pelear por sus deseos. Cuando desde el espacio del taller literario, después de la lectura, se abría el tiempo de la reflexión, de la circulación de la palabra, de la escucha activa, de preguntas, y de algunas respuestas, se establecía un clima en el que dejaban de ser sólo hombres en situación de calle para empezar a ser sujetos que podían pensar y pensarse, recordar, manifestar sus deseos y comenzar a rearmar sus historias. Punto de  partida de la difícil tarea de restaurar una subjetividad dañada por complejas razones singulares, sociales y familiares. Hacer libre uso de la palabra les permitía nombrarse, sumergirse en la memoria y comenzar a rescatar lo reprimido y taponado por las dolencias asociadas al estigma de “ser hombres de la calle”.  

   Mi Amigo, el poeta José Muchnik, en un intercambio de mensajes, me escribió: “No sé si la poesía puede salvarnos, pero ¿cómo vivir sin poesía?”. A su vez, Theodor Adorno sentenció que “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Mucho se ha dicho acerca de esta sentencia del filósofo alemán. Adorno, de origen judío, reflexionó sobre los horrores que sufrió como consecuencias del nazismo. Escribir le sirvió para pensar y pensarse, y, sin lugar a dudas, para que la humanidad tenga material para detenerse a pensar, hacer memoria y reflexionar. El arte es, muchas veces, dada su posibilidad simbólica, un modo de gambetear a los censores, a los que quieren ocultar ciertas huellas de la historia. El arte puede, de manera trasversal, resquebrajar el poder establecido, desarticular la palabra única y “la verdad” impuesta. El arte permite, en su permanencia, que no se repitan los errores del pasado. Durante y luego de los holocaustos, mujeres y hombres hicieron del y desde el arte una suerte de resistencia. Muchos seres acallados pudieron manifestarse a través de lo artístico. En todo caso, la frase de Adorno insta a una reflexión profunda acerca de los alcances de la poesía, y demás formas artísticas, después de cualquier horror. Si se puede bordear la belleza, entonces también el horror. Esclavos, presos, secuestrados en campos clandestinos de detención, internados, luego de la muerte de algún ser querido, o de cualquier otra forma de dolencia, muchos seres encontraron en el arte vías de escape para poder expresarse, transitar los dolores y no quedar paralizados. Hacer arte, o conectarse con fenómenos artísticos, invita a la interiorización, y desde allí a la posibilidad de la salvación. ¿Qué se salva? La subjetividad, lo más humano, el deseo aprisionado.  

   Miguel de Cervantes inició “El Quijote” estando preso. Viktor Frankl, sobreviviente de campos de concentración, escribió varios libros dándonos su testimonio de lo padecido, e ideó la psicología existencial, la logoterapia. Mario Benedetti escribió “La tregua” durante varios meses, ocupando la hora de almuerzo mientras trabajaba en una empresa inmobiliaria de la que finalmente se liberó. Imre Kertesz hizo una novela genial, “Sin destino”, en la que, vía la ficción, pudo manifestar lo que padeció durante el holocausto nazi. Kenzaburo Oé, el premio nobel japonés, luego del nacimiento de su hijo con un tumor cerebral, escribió “Una cuestión personal”, novela en la que el personaje principal, un profesor, alter ego del autor, da cuenta de sus vivencias como padre de un niño con capacidades diferentes; temática que seguirá profundizando y desarrollando en todas sus producciones posteriores. Joan Didion, la genial escritora y periodista norteamericana que perdió a su marido y a su única hija en menos de dos años, escribió dos libros memorables en los que da cuenta de esas vidas y de esas muertes. Lo mismo con C. S. Lewis, más conocido por “Las crónicas de Narnia” gracias al cine hollywoodense, quien escribió también “Una pena en observación”, un libro fundamental, muy freudiano, en el que nos habla y nos enseña qué es el duelo, esa sombra que envuelve al yo luego de la pérdida de un ser amado.

   Con el arte no se resucita a un judío ni se restituye a un desaparecido, pero desde una producción  artística se puede denunciar y decir lo que de otro modo sería imposible. El arte es memoria y la memoria, como diría Borges, es la forma que tenemos de permanecer, entre los otros, incluso después de muertos. El arte es lo opuesto al olvido. Se hace arte, entre otras motivaciones, para intentar completar las piezas que faltan en este rompecabezas que es la existencia. Ser artista, o el placer que despierta el confronto con alguna manifestación artística, invita al encuentro con uno mismo, con lo más íntimo que atesora nuestro ser. Accedemos a cierta interioridad sólo por vías alternativas, como resulta ser con el material que nos aporta un sueño. En algún sentido, cuando despertamos y recordamos un sueño, todos somos artistas. Entonces, respondiendo al título inicial, me arriesgo y digo que sí, que el arte nos puede salvar, restituyendo lo que nos quede de humano aún.