El canoero sabe que en la solitaria tarde del río, el viejo fantasma del lugar se sentará un rato en el borde de la embarcación. Él ni siquiera se volverá al aparecido, ambos coinciden que su presencia está hecha de todo el silencio de tantas ausencias. Más vale no despertar la música de los ausentes, pues el costero hace años lo acuna en su garganta. Un Arrorró que solo se canta calladamente, un Arrorró que a veces se llora, otras se reza, a veces se traduce en acordeona, otras se hace inundación. El Arrorró de los inundados que lloran por las fotografías que el río se llevó para siempre. Colores de madres, de padres, colores que se fueron al barro del olvido, como otra metáfora que teje río de los olvidados. Cómo los mocovíes y los Cayastá de la zona, que perdieron su lengua, por años los obligaron a callar, hablar en indio era condenarse a ser invisibles. Un Arrorró que se parece a las redes de los pescadores, a las islas sin nombre, al canto del pájaro que nadie puede comprar, ni ponerle nombre, ni apresar su cielo en una jaula. 

Los señores de la universidad hablaron del Tigris y el Eufrates, del Nilo y del Sena, pero jamás nombran al río con nombre indio. Los señores le temen a esos ríos cercanos , pero muy lejanos a las cosas que les dan seguridad y comodidad. Por eso prefieren dar conferencias de palabras de mármol , hacer libros que bostezan, pero jamás aceptar que es el arrorró de los olvidados, el que puede contar y cantar como pocos el alma de los costeros 

Pedro Patzer, octubre 2019