La desigualdad que había llegado a niveles altísimos a fines del siglo XIX y principios del XX durante el apogeo de la época colonialista, disminuyó a partir de 1914 hasta 1945 en forma no virtuosa debido a la gran destrucción de capital producida por las dos guerras mundiales. A partir de 1950 se produjo un proceso que generó una atenuación de la desigualdad  especialmente en el mundo desarrollado, dando paso a lo que se denominó estado de bienestar en Europa occidental, el norte de América y Japón; también en el campo colectivista se experimentó un avance. Todo ello finalizó a mediados de la década de 1970 con el advenimiento de gobiernos que siguieron los preceptos de Consenso de Washington y el colapso del área comunista. A partir de ese momento, de la mano de Reagan, Margaret Thatcher y la hegemonía del credo neoliberal en gran parte del mundo, los niveles de desigualdad no pararon de crecer.

Esto es algo probado y reconocido por todos los que tengan cierto nivel de honestidad intelectual, pero entonces surge la pregunta: ¿qué hacer para revertir este verdadero escándalo más allá de su denuncia?

Por supuesto no pretendo saber cuáles son los pasos y medidas que inexorablemente nos lleven a una sociedad con equidad social, pero me animo a enunciar algunos aspectos que contribuirían a ese objetivo.

En primer lugar se trata de desacralizar el derecho de propiedad privada, que hoy es esgrimido como un valor supremo e indiscutible sin ningún principio que pueda considerarse superior. Tanto es así que cuando se lo cuestiona, aún en los casos más flagrantes de excesos, la condena es inmediata incluso de quienes se verían favorecidos por ese cercenamiento del derecho de propiedad. Véase si no el tema de Vicentín donde se defendió a rajatabla del principio de propiedad privada en manos de un grupo que estafó al Estado Nacional (es decir todos nosotros), a productores, entidades financieras nacionales e internacionales y a trabajadores. ¿Por qué esa defensa ilógica? Porque está el terror de que esa violación legítima del derecho de propiedad se extienda a todo y se termine expropiando hasta la silla donde está sentado el hombre común que sale a defender a los dueños de Vicentín. Este infundado temor no permite desterrar las más horrendas prácticas como las perpetradas por los fondos buitres. Es sorprendente que ese temor a modificar o atenuar el concepto de propiedad también se experimentó con la propiedad social en la ex Unión Soviética donde cualquier atisbo de propiedad privada sobre los medios de producción producía el temor a su propagación, lo que dificultó la solución de problemas que podían ser afrontados por pequeños artesanos o productores con mínimo de personal asalariado.

No estoy hablando de la eliminación de la propiedad privada si no de su sujeción a regulaciones que atiendan al bien común. Este principio ya estaba establecido en la constitución de 1949 (derogada en 1959) que en la primera parte del artículo 38 establecía que “La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo o intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva. La expropiación por causa de utilidad pública o interés general debe ser calificada por ley y previamente indemnizada.”

Posteriormente la Argentina adhirió al pacto de San José de Costa Rica que tiene rango constitucional y en su artículo 21, declara que “si bien todas las personas tienen derecho al uso y goce de sus bienes, la ley puede subordinar este uso y goce al interés social” pero no tuvo aplicación práctica ya que, mientras el temor a perder algo de lo que se tiene avale la sacralización de la propiedad privada, no será fácil avanzar hacia una sociedad más justa.

Un primer paso podría ser la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas y en el directorio de las mismas. No se trata de una idea original, de hecho desde fines de la década de 1940 los trabajadores tienen la mitad de los cargos en los directorios de las empresas en Alemania y un tercio en Suecia y no puede decirse que las economías de esos países no haya sido exitosas, sobre todo en comparación con otras que se escandalizarían ante una medida de este tipo. Por otra parte la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas es a todas luces justa ya que ellos colaboran para su obtención y en cuanto a su intervención en las decisiones estratégicas de las empresas es muy posible que otros puntos de vista, además de los que poseen el capital, enriquezcan las deliberaciones y es razonable pensar que los trabajadores aportarían un visión a más largo plazo que el que a veces tienen los dueños del capital con la mira en las utilidades inmediatas.

Otro tema que es clave para este esfuerzo destinado a revertir las enormes desigualdades es una reforma impositiva que redistribuya los ingresos. En ocasiones una mejora en los índices de desigualdad se logra transfiriendo ingresos del sector medio a los niveles más bajos, lo que no está mal, pero deja intacto los privilegios de las clases más adineradas. Por ello es necesario un impuesto a los ingresos, fuertemente progresivo, es decir con nula aplicación a los niveles inferiores pero drásticamente creciente a medida que se sube en el nivel de ingresos. Cabe recordar que este tipo de impuestos ampliamente progresivos se aplicaron en numerosos países y especialmente de Estados Unidos y el Reino Unido desde 1930 a 1980 con escalas que llegaban al 70%. Contra lo que la ideología dominante supone esta fuerte progresividad sobre las rentas no generó la huida de los capitales ni  la retracción de las inversiones y coincidió con el período de mayor crecimiento económico de esos países.

No alcanza que la progresividad se aplique solo a los ingresos, también los patrimonios debieran ser objeto de impuestos altamente crecientes cuanto mayor sea el monto. Ello no solo contribuiría a reducir la desigualdad, también lograría evitar la excesiva concentración de la riqueza en pocas manos, lo que es dañino para el sistema democrático. El denominado Aporte Solidario de las Grandes Fortunas que se aplica por única vez debiera ser permanente, tal vez con tasas menores para patrimonios netos de deudas relativamente bajos pero crecientes para las fortunas cuantiosas. Una primera medida fácilmente aplicable sería actualizar los valores de los inmuebles cuya valuación fiscal está muy por debajo del valor de mercado. Si bien los bienes inmobiliarios son los más fáciles de identificar el impuesto debiera comprender a todos componentes del patrimonio alcanzando no solamente a las personas físicas sino también a las empresas para evitar la fácil evasión de poner a nombre de las mismas los bienes de sus dueños.

La reforma fiscal, si realmente quiere mitigar la desigualdad extrema a la que se ha llegado debe restablecer el impuesto sobre las herencias que también debe tener la progresividad como característica primordial, nulo impuesto para las herencias de bajo valor pero otra vez creciente cuando se trata de valores cuantiosos, lo que de paso coadyuvaría a lograr un objetivo muchas veces declamado por la derecha que es el de la igualdad de oportunidades.   

 No se mencionaron montos ni tasas, que seguramente darían motivo de intensos debates, pero se enfatizó la orientación que debiera tener la modificación de fondo de la estructura de los ingresos del Estado. Por supuesto que una reforma con este sentido necesitará de un apoyo político muy fuerte y que deberá salvar escollos jurídicos que seguramente serán esgrimidos. Cabe recordar que en EEUU fue necesario enmendar la Constitución en 1913 para la creación del impuesto a las rentas y las herencias. En la década de 1930 el presidente Roosevelt tuvo muchas dificultades para poner en prácticas las políticas Keynesianas del New Deal porque la Corte Suprema de EEUU las impugnó repetidas veces y solo después de una contundente reelección y su consecuente presión política fue posible avanzar con medidas más progresistas. Pero también en Alemania el Poder Judicial se opuso a la alta progresividad de los impuestos, mediante la costumbre de convertir las opiniones de los magistrados en principios de derecho; así en 1995 un juez del Tribunal Constitucional dictaminó que un impuesto sobre la renta superior al 50 % era inconstitucional. Posteriormente la Corte anuló el fallo y resolvió que poner límites a las tasas impositivas no formaba parte de su competencia.

Cabe mencionar que en Argentina la opinión de los magistrados, convertida en principio jurídico, determinó que más del 33 % es confiscatorio. Ello nos da una primera visión de lo que se requerirá luchar en el país para lograr una sociedad realmente más igualitaria.