Un pobre sabe que hay otros aún más pobres. Y estos, más pobres todavía, saben que los superan en ser pobres muchos más. La cosecha de pobres nunca termina y la siembra de ricos tampoco. Acuérdense de  “La vida es sueño” de Calderón De la Barca. De aquel sabio que se lamentaba de su miserable situación teniendo que comer los yuyos que iba encontrando en el campo y que al mirar hacia atrás ve que otro miserable se arrastra a comer las sobras que él va dejando. Pero, por qué recurrir al pasado poético si hay ejemplos prosaicos en los contenedores de sobras de comida de los grandes restaurantes, a los que las desesperadas manos de los que viven en la calle hurgan en busca de los restos, ya hediondos, de manjares que desecharon comensales ahítos. Más tarde, más lejos, en los basurales donde se vuelcan esos contenedores, otras manos más pobres arañan los podridos despojos de sus predecesores. Esta es la clásica metáfora del famoso y único derrame que se derrama. El de las sobras. Y de la última y mísera comida que le llega al hambriento. En tanto, sin prescindir de su plato abundante provisto por los ricos no desinteresadamente, el periodismo solícito y sirviente relata este fenómeno como si fuese una esperanza.

Cuánta compasión despierta en la retórica el estómago lleno.