En enero de 2002 las paredes de la ciudad de Rosario amanecieron pintadas con una leyenda: Pocho Vive. Luego siguieron los exténsiles con la figura de un joven de barba y pelo largos, arriba de una bicicleta, con alas en su espalda. La gente no entendía. Las pintadas no llevaban firma.

Al poco tiempo se empezó a correr la versión de que ese tal Pocho era un flaco que vivía y trabajaba en las villas del Gran Rosario y que había sido asesinado por la policía santafesina en medio de la criminal represión desatada en diciembre de 2001.

Se llamaba Claudio Lepratti y era un educador popular que militaba en los asentamientos empobrecidos de la ciudad, organizando varios comedores escolares en medio de la debacle socioeconómica que vivía el país. Al Pocho lo mataron de dos balazos el 19 de diciembre cuando se subió al techo del rancho donde se encontraba junto a varios chicos y les pidió a los canas una frase que Leon Giego inmortalizaría en el estribillo de El angel de la bicicleta: “no tiren, acá sólo hay pibes comiendo”.

Años más tarde, en su homenaje, el gobierno socialista de Hermes Binner construyó en pleno corazón del Barrio Las Flores –para los que conocen Rosario, justo detrás del mega Casino City Center, al ingreso de la ciudad- un centro de Salud al que bautizaron Pocho Lepratti y un polideportivo, donde se destaca un enorme mural con su ya mítica imagen.

A pocas cuadras de ahí, el año pasado los vecinos del barrio La Granada, pintaron otro mural, al que titularon Ciudad de Dios y que recuerda a otro joven asesinado: Claudio Ariel Pájaro Cantero. La pintura está sobre uno de los bordes de una canchita de fútbol que el líder de la banda narco conocida como Los Monos mandó construir para los pibes del barrio.

Cantero fue asesinado hace ocho meses en la puerta de un boliche de Villa Gobernador Gálvez en medio de una guerra narco que mantiene enfrentadas a varias bandas por la disputa del negocio de la venta de drogas en Rosario. Más allá de las controversias en torno a su condición de benefactor del barrio, no hay dudas que Cantero fue el cerebro de una organización delictiva, vinculada a la comercialización de estupefacientes, que amasó fama y fortuna en la zona sur de Rosario y supo extender su dominio a otras barriadas a fuerza de muerte y violencia.

Doce años transcurrieron entre las muertes de estos dos personajes tan antagónicos por la función social que ocuparon, como similares por la idolatría que despertaron en las barriadas populares. ¿Qué fue lo que cambio tanto en este período? ¿Cómo es factible que una barriada que idolatraba a un muchacho de noble corazón y actitud combativa ante las injusticias del capitalismo como el Pocho, hoy venere a un narcotraficante y asesino como el Pájaro?

Hoy los pibes quieren ser como los narcos del barrio porque los ven como una referencia. Creen que la única forma de comprarse una motito o las zapatillas de moda y que las minitas les den bola, es formando parte de esos grupos delictivos que les permiten acceder a una condición económica que el sistema les niega.

Hace doce años el objetivo era empatarle al fin de mes consiguiendo una changa o un laburito y ser solidario con el que menos tenía. En la actualidad, ese paradigma está roto y el ascenso social sólo se ve posible a través del ingreso a una de estas bandas delictivas que garantizan ganancias fáciles, a costa de formar parte de un negocio criminal que les termina de arruinar la vida a los más débiles.

Paradojas de una sociedad que sigue observando con pasividad cómo el narcotráfico asesina a nuestros hijos, sin reparar que el huevo de esa serpiente es el consumismo que fomenta con voracidad.