La discusión en torno al subsidio a las tarifas de servicios públicos –que en realidad empezó en tiempos en que el actual oficialismo era oposición y, bueno es recordarlo, la mayoría de las distintas oposiciones de hoy eran un oficialismo– hubiera sido una buena oportunidad para reflexionar, no ya sobre los méritos o deméritos de los subsidios, sino sobre la naturaleza de los servicios públicos.

Otro tanto ocurrió –y sigue ocurriendo– respecto a las retenciones a la exportación de productos primarios, uno de los posibles modos de redistribución de la renta extraordinaria de la pampa húmeda así como de separación de los precios internos de los alimentos de sus ocasionales valores internacionales.

Para los defensores del régimen anterior, subsidio a las tarifas y retenciones van de la mano: lo que el Estado recibía de, supuestamente, los grandes productores y exportadores de granos lo redistribuía entre el conjunto de la sociedad, en especial los sectores más empobrecidos, mediante el subsidio al precio del gas, la electricidad y otros recursos energéticos.

Con ser bienintencionado, el esquema tenía serios huecos y numerosos puntos cuestionables, pero va de suyo que la opción alternativa de ninguna manera puede ser la elegida por el actual oficialismo, que consiste en succionar los recursos del conjunto de la sociedad y las fuerzas productivas para ponerlos en manos de los proveedores de servicios públicos.

Un núcleo parafrénico 

Más allá de la extraña tirria con que algunos ex oficialistas hoy tributarios de algunas de las sectas menores de la oposición, recibieron el discurso en el Senado de Cristina Fernández, objetando que haya consistido en reivindicar su gestión (la pulsión de parte de estos ex fanatizados acólitos suyos por encontrarle el pelo al huevo a cuanto diga o deje de decir, haga o deje de hacer la ex presidenta es como para un estudio siquiátrico), es bastante razonable que la ex presidenta se elogie a sí misma. Si usara su banca en el Senado para criticarse y autoflagerarse, quien debería ser remitida a un frenopático sería ella y no sus fanatizados acólitos de ayer, a quienes –dicho sea de paso– recomendaríamos internar con una imagen en lo posible tridimensional de la ex presidenta, como para que tengan algún tema de conversación.

A quién subsidian los subsidios

Los indudables beneficios sociales y económicos de la política de subsidios adoptada por los gobiernos kirchneristas no deberían hacer olvidar –ni se debió haber obturado la discusión  a los gritos y descalificaciones, anatematizando a los objetores– la naturaleza endeble y engañosa de sus bases de sustentación. Por ejemplo al paso, no era subsidiado el consumidor (¿acaso alguien recibió alguna vez un cheque del Estado para pagar la factura de la luz?) sino las empresas –“detalle” no casualmente pasado por alto por los grandes medios de comunicación, al servicio de los críticos del sistema de subsidios–, lo que si bien conllevaba cierto relativo control sobre costos, inversiones, calidad del servicio y distribución de dividendos, suponía también el subsidio a los altos salarios de ceos, gerentes y, principalmente, funcionarios irrelevantes o innecesarios, como los encargados de prensa y relaciones públicas de las empresas de servicios. ¿Para qué diablos sino para lobby puede necesitar una estructura de “prensa” y otra de “relaciones públicas” una empresa que por gracia estatal administra un servicio esencial en forma monopólica y subsidiada? ¿Por qué los salarios de esos lobbistas debían ser pagados –a través del Estado– por el conjunto de la sociedad contra la que esos lobbistas inevitablemente actuaban?

Resignación, fatalismo, complicidad

El esquema de subsidios adoptado por los gobiernos kirchneristas partió de la convicción en la irreversibilidad de la profunda alteración de la estructura productiva argentina iniciada por la última dictadura, seguida por la mayor parte de la gestión alfonsinista (de la mano de Terragno, Sourrouille y Machinea) y consumada por el menemismo con el concurso de buena parte de los oficialistas y opositores de ayer y hoy.

La dictadura no sólo hizo todo lo posible por destruir la estructura financiera y productiva sobre la que durante 40 años se había sostenido la política de industrialización por sustitución de importaciones, no siempre exitosa y a menudo jaqueada por la recurrente falta de divisas, pero cuyas limitaciones se estaba en condiciones de superar, tal vez definitivamente, de no haber mediado el “oportuno” Rodrigazo de 1975.

La dictadura también produjo una gran concentración económica y financiera y alentó el surgimiento de una nueva “oligarquía”, tan parasitaria como la anterior, con la que se mimetizó y a la que terminó sumándose. Es el gran momento de unos y el despegue de otros, como Bulgheroni, Astra, Acindar, Bunge y Born, Loma Negra, Macri, Pérez Companc, Techint, Arcor, Mastellone, Ledesma y todos los parásitos del Estado denominados “capitanes de la industria” que luego prosperaron durante el gobierno de Alfonsín, hasta colonizarlo por completo.

Pero faltaba el toque final. Lo daría Carlos Menem con la participación estelar de la UCD, la complicidad de gran parte de la UCR y –no debería olvidarse– el sector mayoritario del peronismo, el Partido Justicialista y los principales gremios, con excepción de los agrupados en el MTA y CTA: el descuartizamiento y  privatización de YPF, Gas del Estado, Agua y Energía Eléctrica, YCF, Obras Sanitarias, Entel, así como Aerolíneas Argentinas, Elma, la Flota Fluvial del Estado  y la privatización de la Caja de Ahorro y Seguros y numerosos puertos fluviales y marítimos.

Será también la gestión menemista la que elimine las retenciones a la exportación de productos primarios, reinstauradas por la dictadura libertadora y democrática tras la liquidación del IAPI y pergeñadas originalmente –de la mano de las juntas  de granos y carnes– por Federico Pinedo y Raúl Prebisch durante la Década Infame.

¡Así de novedosas, izquierdistas, populistas y estatistas son las retenciones que tanto horrorizan “al campo” y la mediaclase argentina!

Sintonías

Con las retenciones a la exportación de productos primarios –eliminadas por Menem-Cavallo en el mismo acto en que impusieron la convertibilidad– pasa algo similar a lo que ocurre con los subsidios a los servicios públicos. Permiten que el Estado –y a través de él, supuestamente la sociedad– se apropie de parte de la renta extraordinaria que el clima y el suelo –amen de otros eventuales beneficios derivados del tipo de cambio y posibles subsidios directos e indirectos– permiten a la producción agrícola de la pampa húmeda, ampliada ahora a expensas de las zonas de cría o de otros cultivos gracias a los transgénicos y agroquímicos.

Una administración popular y/o industrialista utilizará esta renta extraordinaria para la promoción del desarrollo industrial a través del fomento del consumo o del subsidio a las tarifas o de ambos. Pero las retenciones –en especial si son móviles– también protegen a la comunidad de los eventuales aumentos en el precio internacional de los cereales y oleaginosas, tanto como a los productores en tiempos en que esos precios bajan.

Sin embargo, quienes principalmente pagaban las retenciones a la exportación no eran los exportadores sino los pocos pequeños y medianos productores que aun siguen existiendo, y los molinos y acopiadores después, ya que era a ellos a quienes la cadena comercializadora iba descontando esas retenciones que en teoría pagaba la exportación. Pero los exportadores no sólo estaban en condiciones de retener su parte a los productores sino que en muchos casos, gracias a la privatización de los puertos y la renuncia a fletes y seguros del menemismo, acababan evadiéndolas.

Uno no puede saber a qué se refería Cristina con la sintonía fina. Probablemente a la elaboración de políticas y prácticas específicas ahí donde en principio las cosas habían sido al bulto. Pero ¿eran posibles esas políticas sin corregir la malformación de fondo heredada del menemismo?

Se dirá que no es este el momento adecuado para discutir cuestiones de fondo, justo cuando gracias al veto el gobierno del señor Macri inicia su derrumbe definitivo, en el cual hundirá todavía más al país, de la misma manera que no podía serlo antes, cuando un gobierno de inclinación nacional y popular era atacado por los lobbistas de los grandes grupos económico-financieros. ¿Pero cuándo, entonces, podrá ser el momento de comprender o al menos recordar que la administración estatal del comercio exterior y el manejo de los servicios públicos no pueden regirse según las reglas del capitalismo y la rentabilidad empresaria sino que son instrumentos de desarrollo nacional y equidad y justicia social?

Lo seguro es que no es momento de, por las razones que fuere, hacerle la autocrítica al gobierno de Cristina Fernández ni, mucho más insólitamente, exigirle que use su banca para un mea culpa que sonaría más que incomprensible, toda vez que sigue vigente el viejo adagio del “después de mí vendrán los que bueno me harán”.

Es posible que Cristina Fernández, y Néstor Kirchner, y buena parte de sus ministros y funcionarios, no consideraran necesario reconstruir lo que fue terminado de destruir por el menemismo, que lo pensaran un capricho nacionalista fuera de tiempo y lugar, o que no lo creyeran posible o acaso prioritario en su momento. Como sea, no es cuestión de copiar a la izquierda astral, que no deja pasar oportunidad de criticar los errores supuestos y reales del gobierno anterior (en lo que, una vez más, vuelve a ir a contramano de un cada vez más creciente sentir popular), pero sí es esta una buena oportunidad, tan buena como cualquier otra –aun aquellas en que se lo impidió durante la “década ganada”–, de reflexionar sobre los instrumentos adecuados para la independencia y el desarrollo nacionales, indispensables para promover una sociedad más justa y equitativa.

El monopolio estatal de recursos energéticos y de los servicios públicos, la propiedad nacional de los puertos, el fomento y estatización de los transportes –ferroviarios, fluviales, marítimos y aéreos– así como de los sistemas de seguros y reaseguros, la promoción de la banca nacional y la nacionalización de los depósitos bancarios, no fueron locuras ni de mujeres ni de hombres ni de machirulos nacionalistas, trasnochados y megalómanos: fueron los instrumentos indispensables que a lo largo de un siglo los argentinos fuimos encontrando para liberar al país de la dependencia y el colonialismo.

Hoy, en medio de la discusión sobre las tarifas, la desfinanciación del Estado, el crecimiento exponencial de la deuda, la nueva dependencia del Fondo Monetario, la domesticación del poder judicial, el monopolio mediático, las paritarias, la defensa de la educación pública, los conflictos gremiales, las movilizaciones contra el FMI, los vetos presidenciales, la preparación de un paro general, la marcha federal, la protección y autodefensa de los más esquilmados y desposeídos, hay también espacio –y debería haber tiempo, energía y atención– para la reflexión acerca de cuáles son los instrumentos indispensables que nos permitirían salir de esta recurrente situación de dependencia e injusticia social.

Las críticas cruzadas, los reproches y las exigencias de autocríticas mutuas, deben quedar para las charlas de sobremesa, los sermones del pai o el diván del psicoanalista.

Publicado en Revista Zoom